Lun 08.04.2002

ESPECTáCULOS

Lecciones para un otoño difícil

El Ballet Contemporáneo del San Martín hilvanó con justeza las versiones que hicieron Antonio Vivaldi y Astor Piazzolla de las estaciones del año. La coreografía de Mauricio Wainrot logró unidad estilística a partir de la diversidad.

Por Silvina Szperling

Iniciando en un solo movimiento la temporada 2002 del Ballet del San Martín y del Luna Park (a un mes de la muerte de Tito Lectoure), le tocó a Mauricio Wainrot dar el puntapié inicial de un año en el que campean los temores a la recesión cultural, al mismo tiempo que un sarampión de estrenos de danza independiente y oficial surca el mes de abril en Buenos Aires. En medio de esta paradoja, qué mejor que aunar dos compositores, dos tiempos históricos, dos lugares distantes del globo, dos visiones de la traslación de la tierra en una única obra coreográfica.
Antonio Vivaldi (1678-1741), Astor Piazzolla (1921-1992) y sus versiones de las estaciones del año habían sido ya hilvanadas por el violinista Gidon Kremer en una edición que inspiró a Wainrot, cuando se chocó con ella en una disquería de Amberes (Bélgica), para la realización de esta coreografía. Las ocho estaciones fue así estrenada por el Royal Ballet de Flandes en el 2001, donde el director del Ballet del San Martín es coreógrafo residente. La idea de ampliar la convocatoria de público para el Ballet Contemporáneo de la ciudad de Buenos Aires había dado buenos resultados el año pasado, cuando con Carmina Burana la compañía había saltado de la sala Martín Coronado al Luna Park, llenando 4 funciones (20.000 espectadores). Más audaz aún es lanzar la temporada desde el propio Luna, para luego aterrizar en casa, a partir del 14 de abril. Parte del éxito de esta convocatoria se debe a las elecciones musicales que se realizan en cada caso.
Vivaldi y Piazzolla (a cuál más best–seller) aseguran la suficiente llegada a la sufrida clase media porteña, que parece dar signos de no haber resignado del todo su necesidad y/o capacidad de consumo cultural. Con entradas desde $1 hasta $18, el San Martín se pone a la altura de las circunstancias, en una ecuación costo–beneficio de indudable resultado. La calidad del producto está garantizada.
Interesante paradoja la de utilizar el enorme escenario del Luna para una obra en que la mayor parte del tiempo son dúos y pequeños grupos los encargados de sostener la coreografía. Esa elección de formato genera una concentración de la visión que beneficia en mucho a una danza en la que el diseño corporal (lo que en danza clásica se llama “la línea”) es esencial. Ninguna parte del cuerpo se mantendrá ausente o disociado de la forma general de la coreografía: diagonales entre un pie y la mano opuesta, ojivas que los brazos dibujan constantemente, arcos convexos entre dos cuerpos que se unirán en un punto exacto de los vientres o espaldas. Wainrot construye así dentro del canon clásico una sucesión de formas que nunca detienen su marcha. Mejor dicho, sólo lo hacen para subrayar algún final o punto de inflexión entre ambos compositores.
La transición entre las estaciones porteñas y, por decirlo de algún modo, europeas, se produce por simple sucesión en forma alternada. Loscolores cambian de blanco a gris en el vestuario, de negro sobre blanco a violeta en el video que funciona como escenografía proyectada. El estilo de movimiento se mantiene muy parecido, salvo por alguna torsión que remeda al ocho característico del tango en los momentos piazzolleanos. Esa continuidad estilística en la danza, a pesar del contraste evidente de ambas composiciones musicales, provoca una sensación de unidad, a la vez que convierte a la experiencia en una clase a gran escala de cómo la percepción construye mundos diferentes cuando sólo uno de los estímulos de un todo cambia, por caso, el sonido.
La sucesión de dúos provoca un gran placer, una sensación de intimidad en medio de ese ágora en que habitualmente se convierte el ver danza en un estadio, con los picos más altos en las escenas que interpretan Silvina Cortés y Francisco Lorenzo (“Verano Porteño”) y Elizabeth Rodríguez y Christian Pérez (“Verano Vivaldi”). El ciclo de la obra se abre con la Primavera de Vivaldi (una que sabemos todos) y culmina, con la compañía a pleno, con la “Primavera Porteña” (una a la que todos intentarán llegar).

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