ESPECTáCULOS
“Fulanos”, mucho más que una muestra de acrobacia
La pieza de Gerardo Hochman se apoya en el sutil lenguaje del cuerpo para estimular la imaginación y divertir.
› Por Silvina Friera
La luz exterior que se filtra por las ventanas divide el territorio por donde se desplazan los personajes de Fulanos (alguien, algunos, nadieninguno). Todo sucede en la intimidad de un espacio sin marcas temporales ni signos que revelen la clase social de esos seis chicos que juegan con los objetos disponibles: apenas un puñado de escaleras de diferentes tamaños, un sombrero, un paraguas, un libro iluminado o un ramo de flores. La sorpresa que generan, a medida que suceden las escenas, no reside tanto en las acrobacias que realizan sino en algo que responde a una naturaleza más humorística y risueña. Aunque los fulanos se desanimen, se aburran, bostecen o se duerman, la imaginación y la curiosidad los despabila. Pero nunca los descontrola o los precipita en un túnel vertiginoso, porque en este espectáculo, creado y dirigido por Gerardo Hochman, las emociones transmitidas son más sugestivas y armónicas: el cuerpo y la mente transitan por un mismo carril y se potencian mutuamente. Las escaleras son puentes que rompen el cerco interior y se transforman en un tobogán, un subibaja o una hamaca. Los seis intérpretes, al igual que los chicos, apelan a la imaginación para recrear el clima de una plaza, para comunicarse entre ellos y con la platea.
Lucio Baglivo, Carolina Della Negra, Luciano Martín, Luciana Mosca, Matías Plaul y Florencia Valeri –los seis fulanos en cuestión– demuestran que han adquirido una gran solvencia escénica y un dominio de sí en el arte de fusionar el circo con la danza y el teatro, que afianza el funcionamiento grupal. Esto se percibe cuando en el escenario, casi en penumbras, aparece un libro iluminado con una lucecita. Metáfora del misterio que genera la posibilidad de asomarse a esos mundos posibles contenidos en esas páginas, los fulanos no ocultan el estado de fascinación que sienten ante lo desconocido. El libro se despliega frente a ellos, quieren tocarlo, mirarlo, se lo van pasando de mano en mano y adoptan posiciones impensables para zambullirse en la lectura. La música de Edu Zvetelman va hilvanando las escenas ininterrumpidas de la obra y contribuye a graduar los componentes oníricos de esta puesta. Cuando los objetos asumen una vida autónoma, especialmente el inquieto sombrero que atemoriza a los fulanos persiguiéndolos por todas partes, se invierte la relación entre sujeto y objeto. Todos huyen del movedizo e incontrolable sombrero, por las dudas que les arruine la diversión intentando introducirse por la fuerza en la cabeza de alguno de los fulanos.
El ramo de flores rojas introduce la parodia al romanticismo. La coreografía de Teresa Duggan pone de relieve la torpeza del fulano que busca entregarle la flor a la amada, pero el ramo, esquivo a los propósitos del corazón, termina siempre en las manos equivocadas. Sin duda este desatino, manejado de taquito por los fulanos, alcanza el clímax cómico, que ya se anunciaba en el cuadro del sombrero. Los intérpretes no recurren a la palabra porque con los movimientos, las acrobacias y una gestualidad refinada, lejos de la estridencia o la crispación, construyen un lenguaje universal que ahonda en la identificación inmediata de lo cotidiano. Los miedos, las dudas y las desilusiones, que fustigan a los personajes, son el patrimonio del complejo oficio de vivir.
Hacia el final, una de las escaleras forma la base de un columpio que se balancea a lo ancho del escenario. Ese vaivén de los cuerpos, que hacen piruetas y que mantienen el equilibrio a pesar de la pendularidad del movimiento, marca la despedida de esos fulanos traviesos, que se meten al público en el bolsillo, coqueteando con la picardía y la ingenuidad, simulando un encierro que, en rigor, les permite ser más libres y auténticos, más humanos y contradictorios.