Jue 11.04.2002

ESPECTáCULOS  › “LOS AMANTES DEL SIGLO”, CON JULIETTE BINOCHE

La pareja del año... 1832

› Por Luciano Monteagudo

Ella había nacido en 1804 –el mismo año en que Napoleón se proclamó emperador de Francia– como Aurore Dupin y durante sus primeros devaneos de vida en sociedad fue la baronesa de Dudevant, pero pasó a la posteridad como Georges Sand, una de las mujeres más avanzadas de su época, en tanto escritora de éxito y precursora del feminismo. El era Alfred de Musset, el poeta de Nuits, el autor de Lorenzaccio, el novelista de La confesion d’un enfant du siècle, unas de las voces más líricas y potentes del romanticismo francés. Ellos son Los amantes del siglo a los que se refiere esta ostentosa superproducción francesa que la directora Diane Kurys le dedica a los dos años de amour fou que compartieron entre 1830 y 1832, desafiando la mojigatería, los prejuicios y los celos del momento que les tocó vivir.
Es curiosa la manera en que la película de Kurys, protagonizada por Juliette Binoche y Benoît Magimel, trata a Sand y De Musset, como si fueran algo así como la pareja del año para la revista Gente. Son jóvenes (ella no tanto), son bellos, se aman y viven despreocupadamente, envueltos en sus pasiones físicas y literarias, de espaldas al qué dirán, pero siempre conscientes de su fama y de la repercusión de sus apariciones públicas y de sus litigios privados.
De París a Venecia, ida y vuelta, la película no le ahorra al espectador los viajes de la pareja (que permiten lucir una Europa de tour y de museo) ni los lujosos interiores en los que discuten de arte, de amor y de política, arropados por un vestuario (firmado por Christian Lacroix), unas pelucas y una escenografía que a la directora parecen importarle bastante más que sus personajes. Es difícil, viendo Los amantes del siglo, conocer el porqué las obras de ambos atravesaron la prueba del tiempo. Más fácil es enterarse de sus secretos de alcoba y entender el porqué, ya casi medio siglo atrás, el visionario François Truffaut se ensañaba con los virtudes públicas y los vicios privados de la llamada tradición de Qualité Française, que la nouvelle vague creyó enterrar para siempre y que no deja de resucitar una y otra vez, desafiando la modernidad del cine.

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