ESPECTáCULOS
› “LA VIDA PRIVADA DE UN DENTISTA”, DE ALAN RUDOLPH
Otras escenas de la vida conyugal
Lejos ya de la sombra de su mentor, Robert Altman, la nueva película del director de Desayuno de campeones recupera sin embargo cierto espíritu del cine estadounidense de los años ’70 y ofrece una mirada no edulcorada de la vida en familia, aunque pierde eficacia con un repetido recurso teatral.
› Por Luciano Monteagudo
La boca abierta, las manos crispadas, el resignado sometimiento ante la invasión de las cavidades recónditas del cuerpo. Esa es la actitud de un paciente ante su odontólogo. ¿Y los dentistas? ¿Qué piensan mientras escarban con el torno, mientras las encías se entumecen y el gusto acre de la sangre se apodera de la lengua? En el caso de Dave –el dentista del que habla el título de la película de Alan Rudolph–, reflexiona acerca del tiempo, que todo lo corrompe y lo destruye... menos la dentadura, que desafía incluso a la muerte. “Los dientes sobreviven a todo”, murmura asombrado Dave dentro de su cabeza, cómo si se preguntara qué hará de él la rueda implacable del destino.
Y lo bien que hace. Su presente no podría ser más próspero... pero tampoco podría ser más gris, ni más rutinario. Su mujer, Dana, también es dentista. Y atiende en el consultorio de al lado. Y quizás se hace las mismas, incómodas preguntas. Salvo que ella ya ha comenzado a responder algunas. Y a fantasear con que puede escapar de su uniforme vida suburbana a través del arte, o con la ayuda de un amante, ¿por qué no?
A diferencia de tantas películas que sería ocioso nombrar, La vida privada de un dentista no es un film sobre la infidelidad, como podría suponerse en una primera instancia, sino en todo caso sobre la crisis de los treintaipico, sobre lo que el viento se llevó, sobre el implacable paso del tiempo. El matrimonio Hurst no tiene solamente una hermosa casa, dos autos, tres hermosas hijas. Tiene también ante así un enorme vacío, que el guión de Craig Lucas, basado en una novela muy leída en los Estados Unidos de los ’80 (The Age of Grief, de Jane Smiley) decide explorar de una manera ligera, sin cargar en exceso las tintas, pero sin caer tampoco en la banalidad, un poco en la línea de aquel cine norteamericano de los años ’70, como Una mujer descasada, de Paul Marzursky, con Jill Clayburgh, por ejemplo.
No por nada, el director Alan Rudolph (Los Angeles, 1943) es un director surgido de esa década y de esa generación. Apadrinado en un comienzo por Robert Altman, Rudolph se hizo un nombre con títulos como Bienvenido a Los Angeles (1976) y Recuerda mi nombre (1978), para poco a poco ir apagándose en su lucha por sobrevivir en Hollywood y, al mismo tiempo, no resignar su idea de un cine personal, alejado del gran espectáculo.
Uno de sus últimos intentos fue su discutida versión de la novela de Kurt Vonnegut Desayuno de campeones (1999) y ahora reaparece con esta pequeña comedia de costumbres que tiene a su favor dos de los mejores actores con que cuenta el cine estadounidense fuera de esa danza de millones que es el sistema de estrellas.
En la piel de Dave, Campbell Scott (a quien todavía se lo puede ver en Buenos Aires como el yuppie fracasado de Cosas de hombres, otra película norteamericana de sesgo independiente) pone en evidencia todas las dudas de su personaje, que quiere a su mujer, y que por eso prefiere roerse por dentro antes que precipitar un enfrentamiento capaz de terminar con un matrimonio en el cual él, a pesar de todo, cree sinceramente. Si Dave se hace cargo tiempo completo de la casa y de sus hijas –y la más pequeña es capaz de sacar de quicio al padre más paciente–, es porque realmente estádecidido a hacerlo y no para posar de mártir o echarle nada en cara a Dana. Por su parte, Hope Davis (la hija de Jack Nicholson en Las confesiones del señor Schmidt) maneja con inteligencia una frontera tenue y difícil, ese tácito torbellino de sentimientos que la agitan por dentro pero que nunca se permite expresar hacia afuera.
En este sentido, hay que agradecerle a Rudolph una mirada que jamás está por encima de la de sus personajes y un retrato cálido pero nunca sentimental ni complaciente sobre las dificultades de la vida en familia. Lo que en cambio atenta gravemente contra su película es la intromisión, primero circunstancial y luego cada vez más insistente y reiterativa, de un fantasma interior de Dave, un paciente molesto que al comienzo de la película pasa en carne y hueso por su consultorio y luego se convierte en algo así como en su conciencia negra, un ello liberador pero al mismo tiempo autodestructivo.
La presencia creciente de esta figura (a cargo de Denis Leary), que invade la intimidad de los pensamientos de Dave en un plano metafórico pero a la vez, también, muy material –en la cocina, en el auto, en la cama– se torna un recurso teatral y gastado, que viene a corroer buena parte de los méritos de una película fuera de lo común en la producción actual de Hollywood.
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