ESPECTáCULOS
El afecto, único antídoto contra un exilio que se recorre en una noche
La obra de Arístides Vargas, con dirección de Carlos Ianni, revaloriza el sentimiento de amistad, en una atmósfera de ensueño.
› Por Hilda Cabrera
Dos exiliadas de todo menos de sus afectos comparten durante una noche un recorrido mental sobre sus vidas. Dispuestas a enfrentar un presente sin gratificaciones, esperan sentadas sobre sus pequeñas valijas a que alguien desocupe una cama para poder descansar. El espectador de Donde el viento hace buñuelos (equivalente a Donde el diablo perdió el poncho) sabrá mucho después de qué cama se trata, si de pensión, hospital, o bien otro lugar de reposo. En la puesta que se ofrece en el Teatro Celcit no interesan demasiado esas precisiones. Lo importante es saber con qué fantasean esas mujeres y qué personas y anécdotas recuerdan en un paraje que se intuye desolador. Ellas idean juegos o permanecen quietas, abroqueladas en la melancolía. Otros instantes son de fantasía pura, y como si fueran niñas reproducen acciones casi surrealistas. En ese deseo por superar tristezas y trastrocar tiempos animan rupturas de todo tipo.
Las marcaciones llegan a veces a través de un cambio de luces, cuyo diseño está a cargo del director Carlos Ianni, y otras, de un sonido o de la música. Elementos todos que acompañan creativamente la labor de las actrices: Beatriz Dellacasa, en el papel de la susceptible Catalina, y Teresita Galimany, en el de la traviesa Miranda, que cuando niña escapaba del colegio religioso para ver películas de Buñuel. Otros aportes provienen de los objetos creados por la escenógrafa Solange Krasinsky, significativos dentro del ámbito en que se desplazan estas exiliadas, sólo jóvenes eternas en las fotos que les fueran tomadas antes de alguna tragedia, semejantes al mito del eterno niño que lo es porque muere siéndolo.
Traspasado de inocencias y emociones profundas, el texto de Arístides Vargas se desgrana en una atmósfera de ensueño. En la larga noche que transitan Catalina y Miranda, las historias no surgen de una trama perfecta sino de un tejido con nudos y agujeros, urdido con maravillas. Una de éstas es el avispado Buñuelo, “el perro de Luis Buñuel”, como dice Miranda mientras presta su voz y sus manos a una marioneta con cabeza de perro y entrevera en su discurso tristezas y hechizos. Ese arte o “fingimiento” ayuda a enfrentar el dolor de lo que resta en estas mujeres decididas a no dejarse ganar por el sueño ni sucumbir a la aspereza de los “mandatos”, incluido el temido “solo estás y solo vivirás”. El autor revaloriza aquí el sentimiento de amistad, rescatado en otras obras suyas: las presentadas tiempo atrás en Buenos Aires y en la ciudad de Córdoba, por ejemplo. En Nuestra Señora de las nubes y Plumas, vistas en el Teatro Nacional Cervantes por el Grupo Malayerba, que este cordobés exiliado fundó a mediados de la década de 1970 en Quito, Ecuador, donde se radicó después de un periplo por Latinoamérica. Otra es La edad de la ciruela, presentada en provincias, y en Buenos Aires bajo el título de Vino de ciruela, por un elenco que integró Susana Rinaldi.
Una característica de las obras de Vargas es la de tomar formas de taller abierto, dejando a la vista del espectador su desarrollo literario. Hecho que puede provocar tropiezos en la dirección si, además de recrear climas para cada secuencia, no se atiende a los tiempos entre una y otra. En el montaje de Ianni esos tiempos se alargan a veces demasiado, pero las vacilaciones son salvadas por la expresividad de Galimany y Dellacasa, expertas en convertir la “arquitectura de un gesto” en memoria de adioses, desencuentros y juegos. Es el caso en que los personajes imaginan ser actrices-atletas y preguntan si eso que están representando es una obra de teatro, o si desfigura vivir lejos del lugar que se cree propio. Se destaca el valor del afecto que conforta al lastimado, al que finge ser un perro para poder contar qué le pasó, como Miranda cuando da vida a su marioneta Buñuelo, el “mastín agresivo” que no pudo frenar el ataque de unos hombres armados. Ahí se entiende la pregunta que una de las mujeres desliza: “¿Sabés cuál es el mayor exilio? Es dejar a alguien sosteniendo un saludo, como si te reclamara un porqué que nunca vas a responder”.