ESPECTáCULOS
› “LA CASA DE ARENA Y NIEBLA”, DE VADIM PERELMAN
Qué suerte para la desgracia
› Por Horacio Bernades
Basada en una novela y dirigida por el debutante Vadim Perelman, La casa de arena y niebla es una de esas películas –muy en boga de un tiempo a esta parte– que parecerían empeñadas en matarle el punto a cierta ley de Murphy. Aquí, todo lo que puede salir mal no saldrá mal, sino peor. La diferencia entre aquella ley y esta clase de películas reside, en tal caso, en que lo que en Murphy era una suerte de pesimismo juguetón, aquí es reformulado con total unilateralidad, sin el más mínimo resabio de sentido del humor.
Ya de entrada no se la ve nada bien a la protagonista, Kathy Nicolo (Jennifer Connelly), cuyo carácter de ex adicta –no del todo recuperada— la película parece resuelta a castigar por los medios más duros posibles. Kathy abandonó su carrera y trabaja como personal de limpieza por horas (Connelly debe ser la empleada doméstica más asombrosamente bella de la historia del cine). Paradójicamente y tal vez por aquello del herrero y el cuchillo de palo, Kathy tiene su casa en el más monumental de los descuidos. Un descuido más grave la ha llevado a no revisar su correo, por lo cual de la noche a la mañana se encuentra con un oficial de Justicia y un policía adentro de su casa. Le anuncian que por no responder a sucesivas intimaciones, la residencia queda automáticamente expropiada y será rematada de inmediato. Todo se debe a un tonto error burocrático, pero la abogada a la que Kathy recurre será incapaz de hacer nada para evitarlo.
La casa se remata nomás y es adquirida por un tal Bahrani, ex coronel iraní de los ejércitos del sha (Ben Kingsley, forzando el acento extranjero a más no poder), quien ni siquiera la quiere para habitarla, sino sólo para hacer un negocio. Pero también –el guión no parece demasiado coherente en las motivaciones del militar– porque la vista al mar le recuerda a la mansión familiar a orillas del mar Caspio, que él y su familia se vieron obligados a abandonar abruptamente ante la llegada de los ayatolas. De allí en más, a una desgracia le sucederá una peor, incluyendo un doble intento de suicidio, la malhadada intervención de un policía bondadoso y samaritano, la muerte de un niño y un doble suicidio final. A su mórbida fascinación con lo que Pepe Biondi llamaría “suerte para la desgracia”, La casa de arena y niebla le suma inusitadas dosis de pompa y solemnidad, un montaje de lo más ostentoso y una composición de Ben Kingsley tan subrayada que resulta imposible saber si sufre de rigidez militar o de una tortícolis lisa y llana.