ESPECTáCULOS
El hombre que les canta a los trenes que se fueron
En su nuevo disco, Ferroviario, Jairo echa mano a un archivo de recuerdos que enlaza con su infancia entre locomotoras. Y no olvida “la horrible sensación que nos asaltó cuando se desmantelaron”.
› Por Karina Micheletto
“Cuando era chico para mí la vida era un tren”, dice convencido Jairo, hijo de un trabajador ferroviario. Para el cantante de Cruz del Eje, los trenes, las vías y los durmientes forman parte de ese tiempo pasado que se añora y se embellece a medida que pasan los años. Por eso habla de un “álbum de fotos” cuando describe su último trabajo, Ferroviario, compuesto junto a su compañero autoral desde hace años, Daniel Salzano, y con la producción de su hijo Yaco. Salzano también proviene de una familia de ferroviarios, y por eso Jairo dice que el homenaje es compartido. Pero además habla de “aquella horrible sensación que nos asaltó cuando se desmantelaron las líneas de trenes”, y explica con entusiasmo los detalles de los iconos de la cultura ferroviaria que embellecen el arte de tapa de su nuevo disco.
El disco tiene algunos invitados especiales, como León Gieco, que participa en el tema Tristezas de Amador, Lito Vitale y Sandro, que pone su voz a su propio homenaje rockero, Pulsera de oro macizo. “Mi idea inicial era brindarle un homenaje con una canción, pero cuando hablé con él me propuso grabarla él mismo. Y así fue: salió un rock and roll como los de su primera época, con Los de Fuego”, dice Jairo, y recuerda las épocas en que ambos cantaban juntos en clubes de barrio: “Siempre me impresionó la energía tremenda que tenía el Gitano. Realmente prendía fuego los escenarios, subía él y la gente entraba como en éxtasis, revoleaba lo que tenía a mano”.
Todas las canciones tienen la particularidad de ser pequeñas historias en sí mismas, con personajes bien delineados, y el protagonista de Ferroviario es un héroe anónimo que termina robando un tren. La famosa sonrisa de Jairo se reactualiza con la descripción de la figura de su padre, que trabajaba en un depósito de locomotoras de Cruz del Eje. “Arreglaba los trenes, no era un técnico especializado, pero sí un loco de las máquinas. El suyo era un trabajo insalubre, en un galpón gigante donde entraban y salían locomotoras en ese entonces a vapor, chorreando aceite, y los tipos engrasados hasta los dientes. Estuvo allí más de cuarenta años, y ya jubilado fue testigo de la tragedia del desmantelamiento total”, recuerda el cantautor, y dice que no quiere ponerse nostalgioso, aunque los recuerdos se amontonan y van pasando como en cámara rápida cada vez que hace en vivo Ferroviario: “A medida que voy cantándolo pasa un desfile de imágenes por mi cabeza que no puedo controlar. Sé que a muchos les pasa algo parecido cuando lo escuchan, y ahí es cuando el trabajo cobra su real importancia”.
–¿Por dónde pasan esos recuerdos?
–En mi caso, por una cantidad de gente que tenía cabida en el ferrocarril. Me acuerdo que había hasta un llamador: era el tipo que se encargaba de ir a despertar a los maquinistas casa por casa. Generalmente era el trabajo que se le asignaba al novato, porque tenía que salir en bicicleta de madrugada, lloviera o tronara. Por supuesto que cuando era chico quería ser llamador, pero después quería ser maquinista. Ellos eran los señores de las vías, los tipos con tanto prestigio que hasta tenían llamador propio. Y con cierto perfil de héroes, un equivalente a lo que serían hoy los pilotos de caza.
–¿Cuáles son los pros y los contras de trabajar con su hijo?
–“No es porque sea mi hijo”, como se dice habitualmente, pero de los pros puedo hablar horas. Trabaja tan a conciencia y tan minuciosamente que cada mínimo detalle está garantizado y me presenta opciones diferentes a las de un productor clásico. La contra es que, justamente por eso, por momentos me relajaba demasiado. Y uno no puede darse ese lujo, siempre hay que tener la cuerda tensada al máximo. Ahí era cuando Yaco me cacheteaba: “Viejo, acá estás cantando de taquito. Va de nuevo y te matás”.
–Usted compartió escenarios con Piazzolla y Yupanqui. ¿Qué aprendió de ellos?
–Demasiadas cosas. Pero lo que rescato por sobre todo es el nivel de exigencia con el que trabajaban, la línea inquebrantable que no les permitía hacer la más mínima concesión. Los dos fueron tipos en los que cada gesto era un valor, que no aflojaban nada y que no se permitían especular. Queda poca gente así.