Vie 20.08.2004

ESPECTáCULOS

Rendir culto a la abstracción

Daniel Barenboim tocó El clave bien temperado de Bach. A pesar de su altura como intérprete, la versión fue arbitraria y poco reveladora.

› Por Diego Fischerman

Pierre Bourdieu, en su libro La distinción, muestra una especie de cuadro de honor de la música clásica, según el cual los sectores ilustrados de la pequeña burguesía prefieren las obras asociables con una cualidad de mayor abstracción. La idea de que aquello que requiere más concentración –y lo que es más difícil, de componer, de tocar y, también, de escuchar– es mejor y más profundo, en realidad, articula toda la historia de la música occidental. Y concebir como una obra de concierto El clave bien temperado, dos series de preludios y fugas escritos en cada una de las escalas posibles dentro del sistema temperado (que es la manera en que, desde la época de Bach, se afinan los instrumentos) lleva esa idea a la máxima expresión.
Daniel Barenboim, un músico fiel a lo más germánico de la tradición germánica, empezando por la idea de trascendencia, diseñó, en esta nueva visita a su ciudad natal, un desafío supremo, para él y para los oyentes: tocar en dos noches consecutivas esas dos series (el Libro I y el Libro II) de ensayos sobre una forma dada –un preludio libre seguido por una fuga a dos, tres, cuatro o cinco voces–. Lo sucedido en la primera noche permitió comprobar que, por lo menos para el primero, el desafío resultó, además de excesivo, un poco inútil. Barenboim, por supuesto, tocó bien el piano (aunque lejos de su mejor nivel). Pero faltó la noción de relato, de acumulación de tensión, la línea que pudiera unir la sencilla tríada del primer preludio con el endemoniado cromatismo de la última fuga. Faltó, precisamente, el concepto de obra única que Barenboim intentó proponer.
Parte de lo que conspiró contra la gran línea capaz de convertir los 24 preludios y fugas en partes de un todo fue la propia imprecisión de Barenboim. Con tendencia a apurarse en los bajos, notas que se perdían y falta de claridad en los planos, algunas grandes ideas, como la sensación de crecimiento en el primer preludio y fuga, no lograron tornarse consistentes. La otra parte estuvo relacionada con arbitrariedades estilísticas. O, con mayor exactitud, a la falta de interés musical de esas arbitrariedades. No se trata tanto de respetar al pie de la letra aquello que se sabe acerca del estilo de interpretación en la época de Bach como de que las faltas de respeto sean capaces de otorgar una luz nueva a las obras del pasado. Barenboim descree del historicismo. Pero, a cambio de lo que sustrae a estas piezas, no aporta ninguna clase de novedad auténtica. Un caso ejemplar es el de los adornos, en particular trinos y apoyaturas. El valor de estas figuras en la música del Barroco es sumamente complejo, en tanto alivianan la melodía a la vez que provocan tensión armónica. Las duraciones de estos adornos y su ejecución sobre los tiempos fuertes no es un hecho menor. No se trata de museísmo: los adornos, ejecutados de acuerdo con lo que explicitan abundantes tratados del siglo XVIII (y la escritura meticulosa de algunos de ellos por el propio Bach) producen efectos sobre la armonía que, de otra manera, no existen. Barenboim, sistemáticamente, ignoró estas cuestiones. Y, a diferencia de otros famosos arbitrarios –Glenn Gould, Horowitz, Pogorelich– no lo hizo en razón de una elección estética perceptible. Ocultar la característica danzante de la Fuga en La Bemol Mayor –una gavota–, por ejemplo, no agregó, a cambio, ninguna clase de profundidad espiritual ni nada parecido. Fue, simplemente, una danza fallida.
Los últimos treinta años han transformado radicalmente la ejecución de música del Barroco. El historicismo es, desde ya, una moda pero también lo era la manera de interpretar a Bach de las décadas de 1950 y 1960. Y nada demuestra que esa antigua moda sea preferible a la más reciente. Resulta más interesante, eventualmente, ver qué cosas de las que han salido a la luz en las investigaciones de las últimas décadas son productivas y enriquecedoras a la hora de interpretar música de esa época. Más allá de las mayores o menores fidelidades que puedan establecerse con el estilismo, hay versiones que funcionan y otras que no. El tema del estilo es irrelevante, por ejemplo, cuando se escucha la interpretación de Martha Argerich de la Tocata en Do Menor, una de las más intensas, electrizantes y reveladoras jamás grabadas. Barenboim, con una segunda mitad del concierto en que remontó un poco mejor la cuesta y con algún momento realmente bueno, como en el Preludio y fuga en Si Bemol Mayor, no estuvo a la altura de las circunstancias ni de sus antecedentes.

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