ESPECTáCULOS
› BUENOS AIRES RECUERDA A
ROBERTO GOYENECHE, A DIEZ AÑOS DE SU MUERTE
La voz del Polaco sigue batiendo la justa
Su carrera duró medio siglo. Fue transformando su manera de cantar, definiendo cada vez más una personalidad peculiar, única. Su trabajo con Salgán, Troilo y Piazzolla, sus notables interpretaciones de Sur, La última curda, Garúa, entre tantos otros, no alcanzan para explicar su figura. Las nuevas generaciones siguen buscando a Goyeneche, que hasta último momento conservó lo esencial del tango.
› Por Julio Nudler
A diez años de su muerte, es probable que el amor que despertó Roberto Goyeneche haya arremolinado en mucha garganta joven la arena del tango, la necesidad de cantarlo. Nuevos vocalistas como Esteban Riera, Ariel Ardit, Hernán Lucero, Darío Landi, Walter Chino Laborde, Rodrigo Aragón y otros se añaden a las numerosas y excelentes voces de mujer, de Lidia Borda a Victoria Morán, de Nora Bilous a Patricia Noval, para inyectarle nueva savia a ese arte singular que crearon, ocho décadas atrás, precursores insuperables como Carlos Gardel y Rosita Quiroga. En estos años, otras grandes voces del género se apagaron –Jorge Casal, Roberto Rufino, Horacio Deval y otros, como Libertad Lamarque y Ada Falcón–, pero su muerte pasó casi inadvertida para el gran público, que en cambio conserva un lazo especial con el Polaco. En todas estas cuestiones se esconde un misterio, cierta arbitrariedad quizá. Pero, en última instancia, no hay manera de saber exactamente por qué Goyeneche y Alberto Castillo escaparon en su ocaso al olvido de las nuevas generaciones, que sin embargo no rescataron a aquellos otros ni a los que aún, con muchos años encima, siguen en la brecha.
Notablemente más que en la mayoría de los casos, Goyeneche fue transformando su manera de cantar, definiendo cada vez más una personalidad peculiar. Comenzó siendo un buen, muy buen cantor gardeliano, para después ir librándose del molde. Su carrera duró medio siglo: comenzó en 1944, al vencer en un concurso barrial y, como consecuencia de ello, incorporarse más tarde a la orquesta de Raúl Kaplún, y se llamó a silencio en 1994. Esa larga trayectoria puede subdividirse en cinco períodos, siendo útil tenerlo en cuenta al adquirir sus discos, porque son Goyeneches bien distintos entre sí.
La primera etapa no dejó registro alguno: su paso por Kaplún no incluyó la grabación de ningún disco. Existe sólo una grabación de 1948, en la que canta acompañado por guitarras su tango Celedonio, dedicado al negro Flores, genial letrista fallecido un año antes. Tangos como Una emoción o La mesa de un café, compuestos por el violinista Kaplún, serían posteriormente exhumados por Goyeneche como homenaje a aquel excelente director.
El segundo período se inaugura con su incorporación en 1952 al excepcional conjunto de Horacio Salgán para reemplazar a Horacio Deval. Allí permanece hasta 1956 pero dejando grabados pocos temas. Quizá su mejor registro de esa época sea Alma de loca, y en segundo lugar Yo soy el mismo. Su versión de Pan se vio deslucida por los cambios caprichosos que introdujo en la letra. En aquellos años, Goyeneche tuvo la posibilidad de tener como compañero a un cantor de primer nivel como fue Angel Díaz. La otra circunstancia propicia fue para él participar del momento más brillante de Salgán, con su sorprendente creatividad como arreglador y aquella deslumbrante técnica interpretativa.
Convertido ya en una de las grandes voces de la década, Goyeneche da en 1956 el salto a la orquesta de Aníbal Troilo, que, aunque no superior a la de Salgán, gozaba sí de mucha mayor aceptación. Debuta grabando Bandoneón arrabalero, Milonga que peina canas y, luego, Calla y Cantor de mi barrio, cuatro registros imperdibles. En los años finales de esa década sus principales grabaciones serán Pa’ lo que te va a durar, Barrio pobre y San Pedro y San Pablo. Al igual que en el lapso con Salgán, graba poco porque el tango está en franca declinación y, dentro del género, el Polaco es eclipsado por la popularidad creciente de Julio Sosa.
Aunque sigue con Troilo, se dispersa entre diversos conjuntos menores, pero en 1962 vuelve al disco con Pichuco con impactantes registros de A Homero, Garúa, y El motivo. Al año siguiente realiza La última curda, en una interpretación que rivaliza con la de Edmundo Rivero. Seguirán ese mismo año Pa’ que bailen los muchachos, San Pedro y San Pablo, Cómo se pianta la vida. Y Goyeneche se va de Troilo, pero junto al Gordo ha comenzado a ser un cantor diferente, que encuentra una intensa manera de decir, a través de un manejo cada vez más libre del fraseo y del rubato. Filosofa al cantar, sugiere ideas y se estremece emocionalmente. Tiene voz de tango, perfecta afinación y una acabada comprensión de cada letra. Es cálido, cercano, entrañable.
En 1964 se independiza, dando inicio a su cuarto período. Los primeros registros de especial valor los efectúa en 1967 con el binomio BaffaBerlingieri (bandoneonista y pianista, respectivamente, con los que había convivido en la orquesta de Troilo). Tango de otros tiempos, Pompas, Contramarca, Che, bandoneón y Volvió una noche son soberbias muestras de ese nuevo Polaco. En los dos años siguientes grabará con un adocenado Armando Pontier versiones estupendas, por la parte que toca al cantor, de Solamente ella, El pescante, Olvido, Soledad. Luego, 1969 será su gran año con Astor Piazzolla, registrando Balada para un loco y Chiquilín de Bachín.
Un disco memorable de Goyeneche data de 1971, con la llamada Orquesta Típica Porteña, que arreglaban y dirigían Raúl Garello y Berlingieri. Temas como La luz de un fósforo, La mesa de un café y Tal vez será su voz resplandecen en su voz, que ya comienza a decaer. Paralelamente, como compensando sus crecientes limitaciones vocales, el Polaco se apoya cada vez más en sus otros recursos expresivos. Pero, a esa altura, el balance todavía es adecuado. Ese mismo año vuelve a grabar con un Troilo que, a su vez, está en franco deterioro. Entre 1972 y 1974 graba con Atilio Stampone. Podrían escogerse las versiones de De puro guapo (el de Iriarte y Fernández Díaz) y Maquillaje como los mayores logros de ese segmento y probablemente los últimos puntos culminantes en la discografía del Polaco. Hay luego más Garello, un director mediocre, y más Pontier, en un nivel éste increíblemente inferior al de la época (1946-55) en que compartió cartel con Enrique Mario Francini.
A Goyeneche ya se le había venido la noche. Pero, incluso en su penoso desgaste, supo plasmar interpretaciones conmovedoras, como la que en 1982 realizó junto a Piazzolla de Garúa. Cuando lo había perdido todo, conservaba lo esencial.
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