Vie 10.09.2004

ESPECTáCULOS

Un relato en el que cada pieza resulta fundamental

En su puesta de Diálogo de carmelitas, de Poulenc, Marcelo Lombardero bucea en la humanidad de los personajes, con actuaciones memorables de Graciela Oddone y Adriana Mastrángelo.

› Por Diego Fischerman

Esta es una ópera anacrónica. Lo es por su música, que Francis Poulenc escribió entre 1956 y 1957 pero es mucho más antigua que la de sus perfectas canciones de casi cuatro décadas atrás. Pero, sobre todo, porque el texto de Diálogo de carmelitas se sitúa ostensiblemente fuera del tiempo. Si el ambiente cerradamente femenino de un convento, con su propensión al terror gótico, había dado lugar al melodrama del encierro de Suor Angelica (Puccini) o a la lascivia iconoclasta de Sancta Susanna, de Paul Hindemith, donde una monja terminaba desnudándose frente a un crucifijo, presa de incontenibles deseos sexuales, la situación con esta composición de Poulenc es totalmente distinta. Aquí no se trata de una ambientación o un detalle de color. Tampoco de un pretexto para truculencias. Las monjas de Poulenc tienen profundos dramas existenciales y los dirimen mediante la discusión teológica.
Más allá de la biografía, del miedo a la muerte del propio autor, de la crisis mística que siguió a su depresión por la ruptura de su relación con el joven Lucien Roubert y de la culpa que le provocaba la homosexualidad, lo cierto es que Diálogo de carmelitas es una obra extraña, densa, dramática y austera a la vez, cuyo principal atractivo es, precisamente, esa excentricidad. Ese hallarse fuera del centro de la música de la segunda mitad del siglo XX, de las temáticas literarias que dominaron la época e, incluso, del teatro contemporáneo, la colocan en un lugar tan lejano de los sistemas de valoración dominantes desde hace más de cincuenta años –y ligados, entre otras cuestiones, a la idea de ruptura– como del concepto más popular de entretenimiento. En su segunda y última ópera –la primera, Los pechos de Tiresias, basada en un texto de Guillaume Apollinaire, la había escrito antes de cumplir los veinte años– prescinde a la vez de las convenciones de la tradición y de las de la vanguardia.
Con un final de gran efecto dramático, en el que el coro de las monjas condenadas por contrarrevolucionarias va disminuyendo de a una voz por vez, a medida que se escucha la repetición del sonido de la guillotina, el desafío para quien encare una puesta de esta ópera es cómo llegar a ese momento. Cómo mantener la tensión para que esa historia que toma como base un hecho verídico –las dieciséis Carmelitas de la Compiègne guillotinadas en París el 17 de julio de 1794– para discutir acerca del martirio, las buenas y las malas muertes y, eventualmente, el destino de Francia, se sostenga como hecho teatral. En ese sentido, el trabajo de MarceloLombardero y de los cantantes es ejemplar. Cada uno de los personajes logra plasmar una personalidad absolutamente clara y, a la vez, ajena a cualquier clase de simplificación o caricatura. El temor enfermizo de Blanche, transmutado en la conmovedora escena en que vuelve a ponerse los hábitos de religiosa, para acompañar a sus antiguas compañeras arrestadas, el duro fanatismo de la hermana María –un fanatismo, sin embargo, casi enternecedor– y la simpática ingenuidad de Constanza –que, no obstante, lleva a la muerte a todas las carmelitas, sólo para que su premonición pueda cumplirse–, sumados a la extraordinaria escena, casi expresionista, de la muerte de Madame de Croissy, muestran un trabajo de gran detalle, destinado a conseguir que, aun cuando lo que se esté diciendo en escena sea de naturaleza divina y altamente abstracto –la comunión de los santos o la transmisión de la Gracia, por ejemplo–, quienes lo estén diciendo sean seres humanos, buscando entender o buscando escaparse de problemas inocultablemente humanos.
El otro logro evidente de la puesta es el trabajo de equipo: los juegos de telones, con los grabados mostrando los diversos escenarios y desapareciendo en la nada por obra de la iluminación, los cinematográficos fundidos a negro entre escena y escena, los cuadros fijos à la Delacroix, un vestuario tan meticuloso como sugerente, son partes de un todo en el que cada pieza resulta fundamental. Marcelo Lombardero, Diego Siliano, Roberto Traferri y Luciana Gutman construyen, con un texto farragoso y difícil, un evento teatralmente sólido y coherente en el que apenas sobra algún trotecito innecesario del caballero La Force entrando o saliendo de escena. La dirección musical de Jan Latham-Koenig, por su parte, fue precisa y la orquesta, a pesar de la desafinación de la mayoría de los corales, en los acordes que involucraban bronces tocando piano, tuvo un rendimiento correcto. Una Virginia Correa Dupuy comprometida con su personaje (Madame Lidoine), Vera Cirkovic excelente en lo actoral a pesar de lo heterogéneo del timbre y la densidad de su voz y del excesivo e incontrolado vibrato (como Madame de Croissy), una Eliana Bayón de timbre cristalino (como Constanza) y la ajustada actuación de Víctor Torres (de bellísimo timbre y fraseo depurado) como el Marqués de La Force, junto a un correcto elenco, fueron el marco para las deslumbrantes composiciones de Adriana Mastrángelo como María y de una extraordinaria Graciela Oddone como Blanche. En ambos casos, el mérito vocal (fraseo, afinación, sutileza en los matices, expresividad) se unió a una entrega escénica de gran nivel.

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