ESPECTáCULOS
› HOY COMIENZA EN EL TEATRO COLON EL
FESTIVAL ENCABEZADO POR LA PIANISTA MARTHA ARGERICH
Retrato de la mujer que no quiere mentir
Martha Argerich no cree en las reglas de la industria. Dice exactamente lo que piensa. Y, cuando toca, es única.
› Por Diego Fischerman
Martha Argerich no da nada por sentado. Pregunta cada cosa. Para ella no hay frases hechas. Con la apariencia de la mayor ingenuidad es capaz de poner en un aprieto a cualquiera que asegure de manera tajante algo que no es capaz de demostrar. Y, además, no miente. O, cuando lo hace, lo pone en escena de tal manera que el engaño desaparece. Ninguna de esas características es demasiado compatible con los juegos que impone la industria del espectáculo. Pero ella es, sencillamente, la gran pianista del siglo y esa industria puede darse el lujo de perdonarle lo que no le perdonaría a nadie. Y, sobre todo, que su lógica –impecable– sea tan distinta de la del mercado. Que, por ejemplo, prácticamente no dé entrevistas por la sencilla razón de que a un desconocido no le diría nada importante. O que cancele conciertos. O que se niegue a tocar sola.
Nocturna casi por definición, es común que estudie durante la noche y duerma de día. En su casa, en el sur de Bruselas, donde suelen recalar pianistas jóvenes rusos, japoneses, cubanos o argentinos, amigos o amigos de los amigos, la hora de la cena –que puede llegar a ser a las 2 o las 3 de la mañana– reúne una multitud alrededor de la mesa repleta de ensaladas, sushi o, a veces, auténtico pastel de papas criollo. Hasta hace cinco años, no venía a tocar a Buenos Aires –llegaba de incógnito y para visitar a su familia–. La última vez había sido en 1986, pero, a partir de 1999, comenzó a volver cada año. Ya hubo dos ediciones de un concurso internacional de piano ideado por su amiga María Rosa Oubiña de Castro y este año tocó por segunda vez en Salta y realizó una gira por Bahía Blanca, Paraná y Córdoba. Y hoy empieza, en el Teatro Colón, la cuarta edición consecutiva del festival que lleva su nombre y que reúne a músicos amigos de todas las nacionalidades –este año estará entre ellos el genial pianista brasileño Nelson Freire–.
La revista especializada Diapason la consideró “la pianista mujer más importante desde Clara Wieck”, comparándola con la mujer de Robert Schumann y musa inspiradora de Johannes Brahms. Tal vez parte de su secreto, de eso que hace única su manera de tocar, sea una especie de culto al “vivir peligrosamente” pero aplicado a la música. Martha Argerich frecuentemente manifiesta sentirse insegura, no encontrar el tono de su versión o, directamente, no entender –o haber dejado de hacerlo– la obra que tiene que tocar. La primera impresión es que se trata de mohínes, de coqueteos. Sin embargo, la inseguridad y la insatisfacción son genuinas. Más bien, ella parece cultivar esa especie de duda permanente y el efecto más evidente es que siempre toca como si fuera la primera vez. Como si ciertas intenciones, matices, acentos o entonaciones de la frase surgieran realmente en ese momento. Un control pasmoso sobre el instrumento le permite, en todo caso, lograr en pasajes de gran velocidad y en notas brevísimas un grado increíble de detalle –de crecimiento y desarrollo del sonido–. En sus versiones jamás hay notas vacías de significado, por pequeñas que sean.
El comienzo de todo, según ella, fue cuando tenía dos años. E, igual que en otras ocasiones de su vida, tuvo que ver con enfrentarse a un desafío: “Era muy precoz, hablaba hasta por los codos”, contaba en su casa en Bruselas. “Un amigo mayor, que ya tenía más de cinco, me molestaba diciéndome lo que yo no podía hacer y él sí. Un día, él dijo que yo no podía tocar el piano, porque era demasiado chiquita. Y entonces fui hasta el piano del jardín de infantes y, con un dedo, toqué las canciones que cantaba la maestra. Ella llamó a mis padres y ellos me compraron un piano y me llevaron a estudiar. Eso de responder a desafíos tiene su lado bueno y su lado malo. Porque sigo haciéndolo.” Argerich transmite fragilidad. Su voz pequeña, que muchas veces se convierte en susurro, los mohínes tímidos, contrastan con la explosión de sus carcajadas y con la actitud de su cuerpo cuando se sienta frente al teclado. El tono con el que habla, con un acento indefinible en el que se pierden las consonantes, se asemeja al de la confesión íntima, aunque hable de cosas tan públicas como la cancelación de un concierto (“es que no puedo vivir así, no me dejan descansar”) o de su fascinación por el fraseo de Friedrich Gulda cuando lo escuchó por primera vez (“lo que me encantó era que tenía un rigor rítmico extraordinario”).
Gulda fue su maestro, en Viena. Antes, en Argentina, sus profesores habían sido Ernestina Kusrow, famosa porque enseñaba a los niños a tocar de oído, y el tan célebre como temible Vicente Scaramuzza, capaz de hacer cambiar todas las digitaciones de una obra minutos antes de un concierto. “Scaramuzza nunca tocaba el piano. Nunca tocó ni una nota. Nunca”, se acerca a la indignación. “Gulda, en cambio, era un músico extraordinario. Lograba una máxima expresión sin hacer ningún cambio de tempo, ni siquiera entre primer y segundo tema. El era tan inmaculado y, al mismo tiempo, tenía un sonido tan especial. No tenía nada que ver con lo que me decía Scaramuzza, que siempre hablaba del canto, de la expresión. Esta cuestión rítmica me fascinó totalmente en Gulda. Además, Scaramuzza ponía el énfasis en el sonido redondo y Gulda a veces lograba un sonido que podía, incluso, ser desagradable para la gente. Y eso me encantaba.” Cuando Martha Argerich dice ciertas cosas (“me fascinó”, “me encantaba”), alarga las palabras en un silbido, las pronuncia casi en secreto, y se sonríe. Su repertorio es pequeño –otra rareza que el mercado le tolera– y acostumbra volver, una y otra vez, a las mismas obras. “No se trata de algo demasiado meditado”, cuenta. “Cada vez que toco algo lo hago de manera diferente a la anterior. Cuando vuelvo a retomar una obra, siempre veo cosas distintas. No es sólo cuando grabo sino también en los conciertos. Siempre busco otras cosas y sigo buscando hasta último momento”. Martha Argerich dice que “nunca” supo que iba a ser pianista. “Aún no lo sé. Por ahí es un poco infantil hablar de esa manera, pero yo soy un poco infantil. Un poco, porque si lo fuera del todo no lo diría. En general, no me siento establecida en ningún aspecto. Es como si estuviera siempre construyéndome. Pero pienso que eso es la vida: hasta que nos morimos estamos siempre construyéndonos.”
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