Lun 06.12.2004

ESPECTáCULOS  › LA RENGA VOLVIO A LLENAR LA CANCHA DE HURACAN

La hinchada quiere rocanrol

Cincuenta mil fans disfrutaron del ritual propuesto por la banda de Mataderos. Una excelente puesta en escena enriqueció el show, que tuvo a Pappo como único invitado.

› Por Cristian Vitale

“Míralos en su locura / tratando de ser en el montón.” A las seis en punto (PM) del sábado, cualquier instantánea tomada desde una posición equidistante de los tres puntos cardinales terrestres de Buenos Aires reflejaría una misma escena: centenares de camiones, colectivos fuera de línea, camionetas o cualquier vehículo con recipiente, transportando vehementes fans de La Renga hacia la cancha de Huracán. Esta vez no hubo caravana de a pie, como en el pasado River, pero sí mucho calor con forma humana, que literalmente copó las principales arterias de comunicación entre los barrios y el barrio elegido para la celebración: Parque Patricios. La avenida Pavón hacia el sur, por ejemplo, presentaba a esa hora un marco agitado y festivo solamente comparable a la previa de un Boca y River. A las 9 en punto, todo ese color colectivo, realzado con miles de bengalas multicolores y la pirotecnia de grueso calibre habitual, estaba condensado en torno de un escenario redondo –y magistral–, montado sobre el círculo del mediocampo, con la batería de Tanque justo arriba de donde parte la pelota cuando el árbitro pita. Una vez más, rock and roll y fútbol se fundieron en la pareja perfecta del imaginario chabón, que se resiste a nuevas tendencias. ¿La figura? René Houseman, con camiseta de La Renga, cantando entre miles La nave del olvido.
El show, multitudinario, de alto voltaje, sumó a la coherencia rocanrolera del trío de Mataderos un plus dignificante para los aproximadamente 50 mil pibes que pagaron la entrada. Esta vez no fue lo mismo de siempre: un escenario atípico para los recitales mainstream ubicó a Tete, Tanque y Chizzo en el centro de la escena y facilitó, por dimensión y forma, una dinámica y un despliegue escénicos pocas veces visto en la historia del rock argentino. Según sucedían los temas, Tete podía estar dirigiendo su bajo hacia el sur, mientras Chizzo le cantaba a la platea norte –donde se ubicara, tenía un micrófono enfrente– y Tanque giraba con batería incluida hacia todos los costados. Y, en minutos, cambiar de ubicación los tres para que otros ojos vieran lo mismo, pero desde otro ángulo. Un juego de luces imponente cooperó también para que el Tomás A. Ducó mutara en una especie de circo romano de la modernidad en el que la música, más que ser el fundamento, se transformó en uno de los factores centrales de la noche. Ante semejante puesta, claro, no podía esperarse otra cosa.
Otra panorámica, esta vez tomada desde la torre del estadio que se ve de todos lados, mostraría la ansiedad visual que detonó la novedad: más allá de los actos simbólicos que siempre despiertan los recitales de La Renga –bailes rituales, pogos desproporcionados, bocanadas de fuego a querosén limpio–, hubo fans apostados en los lugares más insólitos: arriba del tablero electrónico que marca la hora y los goles cuando hay partido, encima de los carteles de publicidad, sobre los travesaños de ambos arcos –frágiles como la locura de quienes estaban arriba– y rengueros abarrotados en todos los alambres que separan el campo de las tribunas. “Por favor, chicos, bájense del alambrado que no queremos lastimados hoy”, llegó a decir Chizzo en una de sus pocas intervenciones habladas de la noche, pero nadie quiso interpretarlo: ver mejor valía más que obedecer al ídolo, pese a los riesgos.
El uso que dio La Renga al escenario estuvo a la altura de las circunstancias: Tete dio todas las vueltitas olímpicas que pudo por el escenario –al cuarto tema (En el baldío) ya estaba extenuado–, y el set, sustentado en un mejor sonido que en River, no desentonó con los pergaminos rengos: fueron tres horas y más de 30 canciones que se esperaban –o deseaban– escuchar. Bastaría para describir el flanco musical del show con una mera trascripción en palabras de la versión de La balada del Diablo y la Muerte: una intro psicodélico-hendrixiana y su posterior crescendo hacia fórmulas zeppelinianas –trasvasadas a lenguaje rengo, claro– con la melodía apropiada para que cante la hinchada, compendian bastante claramente la propuesta global del trío sureño, cuyo fuerte no es la variedad sino el entre popular, la coherencia y el encare potente de las canciones. Sin embargo, algunas sorpresas inesperadas para la tribuna (Oportunidad oportuna, El viento que todo lo empuja) o la vuelta boogie de La razón que te demora asociada a la imponente versión de Hey hey hey, my my –con Pappo, único invitado de la noche–, dejaron más que satisfechos a los fans. La máxima que Chizzo eternizó en el también incluido A la carga mi rocanrol (“Porque mi canto ya tiene otras bocas / y ya nadie lo puede callar”), cumplió su cometido, con un bonus track que le sumó distinción a la crudeza acostumbrada.

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