ESPECTáCULOS
› DISCOS
El querido vinilo
Pese a la fidelidad y la practicidad de los CD, hay quienes –y son muchos– no se resignan a hacer a un lado los viejos, compactos, delicados y aparatosos discos de vinilo. Objetos de culto, fetiches culturales, los discos siguen teniendo sus fans.
› Por Soledad Vallejos
Quiso el inicio de la década del 90 que alguien, seguramente un desalmado gran accionista de CD, decretara la muerte del vinilo. En adelante, dijo palabra más, palabra menos, nadie deseará un objeto tan aparatoso, asquerosamente frágil, de sonido tan inexacto, y al que, por si fuera poco, hay que pasarle un trapito de vez en cuando. Porque ¿quién iba a seguir llenando su casa de esos sobres enormes, cuando podía tener prolijitas pilas de discos delgados y plateados pretendidamente eternos? Desde algunos años, pudimos empezar a tener una respuesta: unos cuantos, por lo menos muchos más de los que estos agoreros de la innovación tecnológica per se querían creer. Como muestra, basta husmear en los registros de la Recording Industry Association of America para descubrir que, para 1998, la venta de discos de vinilo había más que triplicado los valores de 1993. Y estamos hablando de millones, entre los cuales, por cierto, no se tuvieron en cuenta los canjes, los remates, ni mercados tan informales y persistentes como el que puede verse en el Parque Rivadavia. Así que algo, todavía, deben tener.
Como gran parte de los avances tecnológicos, especialmente los sucedidos en el siglo XX, la historia de la grabación sonora y los caminos de sus distintos formatos estuvieron bastante ligados a los avatares de las armas. La Primera Guerra Mundial, con sus racionamientos y moderaciones en la vida social, parecía más que letal para una incipiente industria de los registros sonoros, que no pasaba de discos de escasa duración y pocos títulos, en general, de música clásica. Al estallar la guerra, la vitrola ya se había instalado como accesorio chic de hogares ídem (básicamente debido a su apariencia de mueblecito, que disimulaba el desagradable mecanismo impúdicamente expuesto por los demás gramófonos), pero apenas tenía ocho años de existencia. Justo entonces, decíamos, las naciones empezaron a librar batallas y, obviamente, no era de buen tono que las salas de música y los cinematógrafos (mudos, por supuesto) continuaran abiertos y recibiendo público como si nada. Menos que menos en Estados Unidos, el país que, además de estar absorbido por el contexto internacional, ya se había convertido en un impulsor de tendencias e innovaciones tecnológicas. Claro que había otro factor, casi una definición de la “americanidad”, si podemos llamarlo así: el repentino fervor por escuchar canciones patrióticas en la propia sala de estar. Francia, metida de lleno en la contienda, también alentaba esta moda publicando, por ejemplo, dibujos de Drian, el personaje de una bella patriota que se deleitaba escuchando música en su gramófono. Por otra parte, la compañía Decca había lanzado su versión portátil... fácilmente transportable hasta en las trincheras, según aseguraban. Pasara lo que pasara, el registro sonoro había llegado para imponerse. Llegado 1918, el tocadiscos era un accesorio casi imprescindible en todo hogar moderno del primer mundo. Y ese mismo año, como para atesorar un recuerdo de la guerra que terminaba, se realizó la primera grabación de un bombardeo. Los años 20 trajeron chicas con cabellos à la garçon, bailes excéntricos, vida loca y el establecimiento de las radios comerciales. La difusión de radioteatros, información y música mediante un nuevo medio relativamente económico no era otra cosa que un gran paso de la cultura de masas. Las compañías grabadoras, en lugar de lamentarse porque quién iba a escuchar música porque podía tenerla gratis, puso en marcha el mecanismo que todavía hoy se muestra de lo más efectivo: aprovechar las transmisiones para difundir sus productos, con lo cual las ventas de discos se dispararon al ritmo del charleston. La Gran Depresión no fue un impacto tan fuerte como lo sería la aparición masiva de un nuevo material que popularizaría, todavía más, los registros: el vinilo. Había sido obtenido hacía ya un tiempo, en 1912, pero a mediados de los 20, la patente había expirado. Y allí estaba el señor de la compañía B. F. Goodrich, dispuesto a repatentarlo a su nombre para explotar con tranquilidad las terribles posibilidades que entreveía en él. Impermeables, cortinas para baño, para todo eso servía, pero resultaba demasiado costoso. Desesperado, no daba con cuál podía ser el destino perfecto para ese material relativamente flexible y durable como pocos (se supone que tiene una expectativa de vida, si así se dice para los objetos, de cien años). En ese preciso momento, la industria del disco estaba atravesando una crisis particular: cada ejemplar se fabricaba en base a una suerte de laca producida por un escarabajo con nombre inverosímil que sólo se podía encontrar en una zona sur de Asia. Y el escarabajo en cuestión tampoco es que hacía las cosas a las mil maravillas, porque los discos se rompían seguido; al tratarse de una materia orgánica, necesitaba cuidados extremos y aun así se deterioraba con facilidad; y gracias a las limitaciones de la industria cada lado duraba como máximo 10 minutos. Para colmo de males, Japón había invadido Asia.
Como en todo cuento de hadas, vinilo e industria finalmente se encontraron (aunque en público, con una conferencia de prensa en 1948), fueron felices por muchos, muchos años, alimentaron el desarrollo de la industria y la cultura de masas, con la difusión de chicos como Elvis y Los Beatles, dieron con la duración precisa para disfrutar de una sinfonía sin tener que acercarse al tocadiscos cada 15 minutos. Y, digan lo que digan los adoradores de la modernidad por la modernidad en sí, tienen un sonido mucho más adorable que el cd.