Mar 15.02.2005

ESPECTáCULOS  › EL FESTIVAL DE BERLIN EN UN CONTEXTO HISTORICO Y POLITICO

Los tiempos más violentos

La película alemana Sophie Scholl: los últimos días remite a los tiempos del nazismo, en tanto la palestina Paradise Now y Massaker abordan con lucidez la problemática árabe-israelí.

› Por Luciano Monteagudo

La ciudad está completamente vestida de blanco, pero el delicado manto de nieve que la cubre no detiene el vértigo de la Berlinale, que promediando su 55ª edición avanza a velocidad crucero. Y siempre muy conectada con su tiempo. Si Cannes y Venecia, entre los principales festivales internacionales, pueden considerarse como los sismógrafos capaces de detectar los movimientos más sutiles del terreno cinematográfico, la Berlinale –que nació en la posguerra en pleno vórtice del mundo bipolar– ha constituido gran parte de su identidad a partir de su sensibilidad para registrar las relaciones del cine con su zeitgeist, con su momento histórico y político.
No parece enteramente casual, por ejemplo, que el domingo pasado, mientras en Dresden –con la excusa de recordar el 60º aniversario del bombardeo aliado que destruyó a la ciudad– 3000 neonazis desfilaban por sus calles, en Berlín el festival haya programado en la competencia oficial Sophie Scholl: los últimos días, una película del director local Marc Rothemund, que narra el arresto y ejecución de una estudiante universitaria que en plena dictadura de Hitler se animó a organizar con su hermano y un grupo de amigos uno de los pocos, si no el único, movimiento interno de resistencia contra el régimen, llamado La Rosa Blanca. La historia de Sophie ya había sido llevada antes al cine alemán (en 1982, por Michael Verhoeven), pero ahora Ro- themund decidió volver a recordarla, a la luz de nuevas evidencias sobre el caso. La película, concebida originalmente como una pieza de cámara para apenas dos personajes (Sophie y su interrogador), creció demasiado en su proceso y esa inflamación –que incluye toda una innecesaria reconstrucción de época– le pesa demasiado, pero el timing de programación alcanzó a darle una dimensión extracinematográfica, que puede llegar a verse reflejada en los premios, para los cuales el jurado va tener sin duda muy en cuenta el trabajo de la actriz protagónica, Julia Jentsch.
Mucho más interesante es Paradise Now, del director palestino Hany Abu-Assad, que se presentó ayer en la competencia de la Berlinale mientras todavía se escuchan en las noticias los ecos de la primera reunión entre el premier israelí Ariel Sharon y el nuevo líder palestino, Mahmud Abbas. La película de Abu-Assad (conocido en Buenos Aires a través del Bafici, donde se vieron su documental Ford Transit y su ficción La boda de Rana, dos films políticamente comprometidos con la causa palestina), narra las últimas horas de Khaled y Said, amigos de infancia que deciden inmolarse juntos como hombres-bomba en un ataque suicida en el centro de Tel Aviv. La acción, sin embargo, no resulta tal como estaba planeada, se dispersan y cada uno se enfrenta no sólo con sus dudas y contradicciones sino también con su pasado. El film de Abu-Assad –el primero que se anima a abordar desde la ficción un tema tan riesgoso– explora los motivos legítimos que llevan a los palestinos a resistirse a la ocupación israelí, pero no justifica la pérdida de vidas inocentes. En todo caso, la película deja que –en un ejercicio dialéctico– cada uno exponga sus razones, entre ellas una mujer palestina, hija de un “mártir”, que dice que preferiría que su padre estuviera vivo antes de que fuera un héroe. “No podemos permitir que Israel, que es el opresor, se ponga en el lugar de víctima; si no somos iguales en la vida lo seremos en la muerte”, dice Khaled, con una carga atada a su pecho. A lo cual la mujer le responde: “No tenemos que darle a Israel una coartada, ellos tienen el poder de las armas, nosotros le debemos oponer nuestra fuerza moral”.
En más de una ocasión, el guión de Paradise Now se impone peligrosamente por sobre la puesta en escena, impidiendo que la película respire por su propia cuenta, más allá de la función dramática que el director le asigna a cada uno de sus personajes. Pero aun así, Abu-Assad se permite algunaslibertades, como ese momento desacralizante en el cual Khalid, fusil en mano, está grabando solemnemente el video con las consignas que preceden a su acto y la cámara se traba una y otra vez y debe volver a comenzar, como si fuera un banal ensayo de televisión (la película también consigna que las grabaciones de los suicidas luego se comercializan en los videoclubes palestinos, a 15 sekels la venta y a 3 el alquiler).
“Para los israelíes, los palestinos somos invisibles o asesinos y con mi película yo quise hacerlos visibles, darles un rostro”, dijo luego de la proyección Abu-Assad, que filmó íntegramente su película en Nablus, “siempre en peligro, porque es una zona de guerra”. Paradise Now tiene un coproductor israelí, Amir Harel, que consiguió apoyo económico oficial del Israeli Film Fund para ayudar al estreno de la película en Israel, pero el mismo Harel expresó aquí en Berlín su preocupación: “Ahora el problema va a ser conseguir una sala; puede que tengamos el dinero para el lanzamiento, pero ninguna pantalla donde proyectarla. Y en los territorios palestinos ya no quedan cines, apenas sobrevive uno en Ramala”.
La conexión de la Berlinale con la actualidad de la región no acaba allí. Al mismo tiempo que ayer llegaban por CNN las primeras noticias del atentado que le costó la vida al ex presidente del Líbano Rafik Hariri, y que dejó otros nueve muertos y más de 100 heridos en el centro de Beirut, el festival proyectaba Massaker, un documental excepcional, estructurado a partir de las terribles confesiones de algunos ex integrantes de las Forçes Libanaises, una milicia cristiana armada, aliada a Israel, que en apenas dos días de septiembre de 1982 fue responsable de las matanzas de Sabra y Shatila, donde fueron ejecutados entre 1000 y 3000 civiles palestinos, muchos de ellos mujeres y niños. Como si se hubiera anticipado a los hechos, la película de Monika Borgmann, Lokman Slim y Hermann Theissen viene a confirmar que el estallido de violencia que acaba de sacudir la capital del Líbano no puede ser casual en un país en el que muchos de los verdugos de entonces ocupan hoy lugares en el ejército y en la administración, luego de la amnistía de 1990, cuando se dio por finalizada la guerra civil que devastó el país (y cuyo fantasma ahora parece reaparecer).
Si hay algo que consigue Massaker –como la extraordinaria S-21, del camboyano Rithy Pahn, sobre los ejecutores del Khmer Rouge, ya vista en Buenos Aires– es encontrar una forma de poner en escena esos testimonios escalofriantes, trascendiendo incluso el tema de partida. Se diría que Massaker no es únicamente un film sobre Sabra y Shatila sino sobre el genocidio en general y los mecanismos de la violencia colectiva. Y que, en algunos casos, como en éste, el relato de los victimarios es capaz de expresar con mayor elocuencia el horror por el que atravesaron las víctimas.

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