Jue 10.03.2005

ESPECTáCULOS  › UNA OBRA DE CONFLICTOS MORALES

El aborto entendido como acto de solidaridad social

Retrato de una mujer honesta, pero que ha debido desarrollar su propia escala de valores en un mundo sórdido y hostil.

› Por Luciano Monteagudo

Pobre Vera. Siempre corriendo, de acá para allá, sin parar. Se apura para prepararle una comida caliente a un vecino discapacitado, atiende a su madre enferma, trabaja por horas lustrando los pisos y los bronces de una casa de clase media... Y se las ingenia para llegar a tiempo a su propia casa –un pequeño departamento en los suburbios de Londres– para ofrecerle a su marido y a sus dos hijos una buena taza de té. Con la misma sonrisa, energía y beatitud, Vera también encuentra unos momentos para una tarea extra: practicar abortos.
Corre el año 1950, la escasez de posguerra golpea fuerte a la sociedad británica, el mercado negro de alimentos funciona a pleno y el aborto todavía es ilegal en Gran Bretaña (dejó de serlo en 1967). Vera no cobra un solo penique por sus servicios, tan requeridos. Ella sólo quiere –en sus propias palabras– “ayudar a chicas en problemas”. ¿Quién las va a ayudar, si no?, piensa Vera, con candidez. Y, a su manera, tiene razón. Son chicas desvalidas, que no tienen recursos de ningún tipo, ni a quién acudir. Otras son mujeres que ya no pueden seguir teniendo hijos a los que no pueden mantener. Mujeres quizá, por qué no, como lo fue en su juventud la madre de la propia Vera.
El cine del realizador británico Mike Leigh siempre se caracterizó por una genuina preocupación social y, al mismo tiempo, por plantear conflictos de orden moral, que deja caer como una bomba en el espectador. Ambas constantes reaparecen, potenciadas, en El secreto de Vera Drake, quizá su película más lograda. Su pintura del ambiente y la época es precisa y austera. Se diría que el director de Secretos y mentiras ha sabido hacer de las carencias virtudes y, limitado como estaba, por un presupuesto escaso, que le impedía distraerse en reconstrucciones vistosas, concibió Vera Drake como una serie de pequeñas viñetas de la vida cotidiana, filmadas bien de cerca, en planos cerrados, que le permiten a Leigh no sólo inmiscuirse en la intimidad de sus personajes sino también concentrarse en lo esencial de su tema, al mismo tiempo que sugiere la idea de una sociedad agobiante, hecha de compartimentos estancos y sin capacidad de movilidad social.
A pesar de las privaciones que le toca vivir, Vera no se queja. La tentación del consumo todavía está muy lejos y apenas si se sugiere en la frívola esposa de su cuñado, que aspira a la novedad del televisor. Vera es feliz con su familia y sólo le preocupa conseguirle a su hija menor un buen marido, honesto y trabajador. Pero ese sólido castillo que construyó para ella y los suyos una noche se derrumba, cuando la policía la viene a arrestar. Una de las chicas a las que Vera atendió con su rudimentario equipo –un jabón desinfectante y unas enemas de goma– sufrió una septicemia, fue a parar al hospital y la identificó. Nadie en su casa sabía del secreto de Vera. Ella misma no sabe cómo ponerlo en palabras (se niega a decir “aborto”). Y se tiene que presentar, inerme y devastada por el dolor y la vergüenza, ante una maquinaria judicial de hombres de toga y peluca, que se aferran a la letra de una ley que parece valer sólo para las mujeres pobres. Porque las que tienen dinero, informa lateralmente el film, pueden pagar una atención sin riesgos, ni sanitarios ni legales. En Vera Drake hay una tensión permanente entre la sutileza y el maniqueísmo, entre el retrato en profundidad y el estereotipo, entre el alegato social y el melodrama que no hace sino ampliar los alcances del film y que le otorga una fuerza y una proyección que no tenían ninguna de las películas anteriores de Leigh, inclinadas a diluirse en el sentimentalismo. Se diría que, sin apelar a la técnica del distanciamiento, hay algo brechtiano en esa madre coraje y en esa voluntad didáctica que mueve a la película.
A su vez, esa misma tensión, esas mismas contradicciones –un procedimiento dialéctico, después de todo– no sólo se manifiestan en la inmensa actuación de Imelda Staunton, plena de matices (particularmente cuando parece envejecer de pronto frente a cámara, en el momento en que la policía le informa del motivo de su arresto). También son la materia constitutiva de su personaje: Vera Drake es una mujer íntegra, honesta, pero que ha debido desarrollar su propia escala de valores en un mundo sórdido y hostil. No tiene conciencia del riesgo al que somete a sus improvisadas pacientes con sus intervenciones caseras. De la misma manera, tampoco entiende que su condena responde a un orden social hipócrita. Y no se rebela y la asume con la misma resignación con que enfrentó otras circunstancias de su vida. Pero en su interior más profundo parece tener una única certeza: que lo suyo siempre fue un acto de solidaridad, casi un deber social.

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