ESPECTáCULOS
› ENTREVISTA CON DAMIAN TABAROVSKY
“El escritor es narcisista, megalómano e improductivo”
El autor de Las hernias, que defiende esos valores, considera que la literatura actual sólo apunta a la eficiencia. En esa línea, dispara contra todos sus colegas y dice que los escritores de izquierda son conservadores.
› Por Silvina Friera
No se considera un escritor rabioso porque el adjetivo le parece excesivo, o acaso incompatible con ese estilo absurdo, disparatado de su última novela Las hernias (Sudamericana), en la que se propuso llegar al grado cero del argumento, o como él prefiere denominarlo “la pavada total”. Pero cuando Damián Tabarovsky habla no deja títere con cabeza, dispara contra casi todos sus colegas, agita las aguas y espera el rebote o que alguien le devuelva la estocada o le redoble la apuesta. ¿Un nuevo francotirador? Quizá. Pero lo cierto es que desde que publicó el libro de ensayos Literatura de izquierda (Beatriz Viterbo), levantó el tono de voz. Y su perfil. “En un momento en donde los escritores hablan susurrando, alguien que levanta un poco el tono parece que tiene un vozarrón. En otra época lo que estoy sugiriendo sería absolutamente banal, apenas el enésimo libro de alguien quejoso que dice que no le gusta cómo funciona el mundo. No me siento un escritor rabioso, al contrario, soy un perrito chihuaua en un contexto en donde sólo hay pasto. Entonces parezco un animal rabioso, cuando en realidad soy un chihuaua rodeado de vegetarianos”, ironiza Tabarovsky en la entrevista con Página/12.
–¿Usted plantea que la literatura está en crisis?
–La literatura está en crisis porque la cultura es la crisis. No es que está en crisis porque pasa algo exterior a ella. La literatura, como a mí me interesa, pone en cuestión otros discursos, entonces hace de las crisis su pasatiempo favorito. Todo escritor contemporáneo tiene la sensación de que es el último escritor, todos viven en esa vanagloria porque la literatura es un arte casi epigonal. Lo que a mí me importa de la literatura es encontrar contenidos políticos en discursos que aparecen como políticamente neutros. Pero hay otra dimensión de la crisis, la sociológica, que es de la que más se habla, pero que no me interesa: por qué los libros no venden, qué hay que hacer para que la literatura vuelva a atrapar a los lectores. Durante el menemismo, la literatura argentina empezó a ocuparse de que las novelas y los cuentos cautiven al lector, que los finales sean efectivos, que los personajes sean verosímiles o las tramas interesantes. Son todas cuestiones secundarias que apuntan a que la literatura se vuelva eficiente. Así como hubo un discurso de lo eficiente respecto de las privatizaciones o del delivery a domicilio, la literatura fue porosa a esos temas y se convirtió en una literatura eficiente.
–¿En su concepción el problema residiría en que la literatura y el arte nunca buscan la eficiencia?
–Sí, yo los concibo como diletantes, ineficientes. El escritor o el intelectual son figuras sospechosas porque son diletantes, ineficientes, torpes. Me interesa la inmadurez literaria, como escritor quiero poner a la ineficiencia en el centro de la literatura. Aquellos escritores con quienes comparto la crítica política ideológica al menemismo y a la época son los que llevan la crisis al corazón de su literatura, porque cuando General Motors hace marketing, está mal, pero cuando ellos lo hacen desde una editorial es porque simplemente un libro se acerca al lector. Acá hay una línea de continuidad que es interesante desmontar. Esa influencia del marketing llegó a los textos, por eso se convirtieron en complacientes y lo que se valora es eso: que los cuentos tengan introducción, desarrollo y conclusión, que no se experimente, que no se innove.
–¿Qué sucede con las vanguardias artísticas en ese contexto?
–El problema es que la literatura suspende cualquier discusión con las vanguardias, que aunque han entrado en crisis hace mucho tiempo, podrían ser un horizonte donde vale la pena sentarse a discutir. Pero la literatura argentina de los noventa dio por clausurada esa discusión casi festivamente: ¡qué bueno que se terminó esa neurosis, ahora podemos dedicarnos a tener lectores! Pero fracasaron los textos y el mercado.Todavía vale la pena seguir polemizando sobre literatura, pero buena parte de mi generación no reabre estas preguntas que suponen clausuradas.
–¿Por qué?
–Creo que toman como un éxito el fracaso de las vanguardias, que ponían en cuestión la relación entre la vida cotidiana y la literatura, la literatura entendida como una experiencia de la otredad, de la ruptura y de la disolución. Algunos lo viven con pesar o son nostálgicos de la vanguardia, otros lo vivimos con perplejidad en una tensión entre añorar eso que pudo haber pasado y saber que eso no va a volver más. Pero hay un largo grupo, el corazón de mi generación, que lo vive con alegría porque sabe que puede dedicarse a hacer una literatura que no cuestione nada, que sea falsamente ingenua y que se convierta en un producto más en el mercado como tantos otros. El escritor es narcisista, megalómano e improductivo, valores que yo defiendo. Un escritor como yo, que no gana plata, que no vende demasiado y que no va a pasar a la posteridad, qué puede tener que no sea un poco de narcisismo: esa es mi valija portátil.
–Si usted se inscribe dentro de la tradición de izquierda, ¿por qué cuestiona a escritores como Abelardo Castillo o Liliana Heker?
–Porque cuando escriben, sus propuestas literarias son conservadoras. Esta paradoja ya ha sido dicha otras veces. Libertella, en Nueva literatura latinoamericana, señalaba esta paradoja veinte años antes, con otros autores. A mí me interesa la tradición de izquierda entendida desde el anarquismo, es decir para mí lo que define la tradición de izquierda es que es la única que está permanentemente preguntándose qué es ser de izquierda. La derecha, aparentemente, no se pregunta qué es ser de derecha. Hay una frase de Hannah Arendt que me parece extraordinaria: “Cuando la ética de los fines últimos desaparece, la ética recae sobre los medios”. Como no hay fines últimos claros, que entraron en crisis con el fracaso de los movimientos populares en los ’70, hoy por hoy es cotidiano preguntarse qué es ser de izquierda. Para mí, la tradición de izquierda es aquella que vive cuestionando sus propios fundamentos.
–Usted caracteriza a ciertos escritores de los ’90 como “los jóvenes serios”. ¿Cree que les falta sentido del humor en lo que escriben?
–No sé si les falta humor, prefiero pensarlo en términos de que les sobra solemnidad. Porque si no podría pensarse que si la literatura no tiene humor no funciona. Aunque me interesa el humor, a veces siento que es conservador y que lo verdaderamente radical es la ironía. La generación mía es muy solemne, son esos tipos de personas que dicen que el humor es una cosa seria. Pero hubo otras generaciones muy serias: Viñas y el grupo de Contorno, que vinieron a decir cosas muy importantes sobre Martínez Estrada o por qué había que romper con Murena. Esta generación es igualmente seria como la de Viñas, pero no tiene la radicalidad del grupo Contorno, sino la seriedad de Santo Biasatti (risas).