ESPECTáCULOS
› “AMARELO MANGA”, OPERA PRIMA DEL PERNAMBUCANO CLAUDIO ASSIS
Un film del color de la fruta madura
Este fresco de los barrios bajos de Recife se aparta del pintoresquismo y mira de frente una realidad dura y compleja.
› Por Horacio Bernades
“Amarillo es la enfermedad, las lagañas de los ojos de los niños, las supuraciones de las heridas, los gargajos, la hepatitis, la diarrea, los dientes podridos”, dice un poema que en algún momento lee alguien en Amarelo Manga. Curiosamente, el amarillo que la enumeración no incluye es el del título: el del mango, esa fruta tropical deliciosa y llena de fibras, cuyo color pasa, en verdad, del amarillo al anaranjado y al verdoso. Y que se pudre con facilidad. Esos (el amarillo, el verdoso, un anaranjado sucio) son los tonos predominantes con los que el extraordinario director de fotografía Walter Carvalho (el mismo de Estación Central, A la izquierda del padre y Madame Satâ, entre otras) eligió pintar la Recife de Amarelo Manga. Una Recife que –como el Río años ’40 de Madame Satâ, sin ir más lejos– no es precisamente la del turismo y las playas fabulosas, sino una de pensiones de mala muerte y lanchonettes al paso, de mataderos y tabernáculos, de baldíos y desperdicios. Cero for export, aunque tampoco –valga aclarar– tan sórdida como la del poema.
Opera prima del pernambucano Cláudio Assis, premiada en una buena cantidad de festivales dentro y fuera del Brasil, Amarelo Manga resignifica aquello del “color local”, que suele asociarse con el pintoresquismo, y en este caso remite, por el contrario, a colores que decoloran, por efecto del calor, la transpiración y la humedad. Todo eso, y una palpable insatisfacción, se respira (se huele, podría decirse) desde las primeras escenas. “Quiero que todos se vayan a cagar”, maldice en off Lígia, propietaria de un barsucho cualquiera, tras levantar con hastío la persiana, como todas las mañanas. Como tantas películas dedicadas a pintar una ciudad (como Prisioneros de una noche, como Ciudad de ángeles, como Il sorpasso), el film de Assis elige las 24 horas de un día como una suerte de módulo. Como es de prever, Lígia empezará puteando y terminará puteando, de una mañana a la otra.
¿Por qué putea Lígia? Porque los tipos que van al bar no dejan de mirarla, de manosearla, de querer comerla, como si fuera uno de los platos que sirve. Si se resiste, pueden amagar con meterle un tiro. En gesto desafiante, ella se levantará la falda y dejará ver un pubis que es, también, amarelo manga. Como tantos films brasileños y de modo inevitable –tratándose de un país con una de las estadísticas de violencia más altas del mundo–, por la película de Assis circula una tensión siempre a punto de estallar, por cualquier detalle tonto. Una pía evangelista le arranca la oreja de un mordisco a la amante de su marido, y enseguida se encama furiosamente con el primer tipo que pasa, más como si quisiera carnearlo que hacerle el amor. Si de carneo se trata, el de un cebú es mostrado con todo detalle. Aunque sea al matarife a quien apodan “El Caníbal”, el que está al borde mismo del canibalismo no es él sino otro tipo, que goza lamiendo cadáveres frescos. Loco de ganas, un homosexual de cejas depiladas (una bixa, para decirlo con propiedad) practica una fellatio desesperada, con el mango de un cuchillo. Cuando alguien muere, en lo único que se piensa es en cómo juntar la plata para comprar un cajón barato.
No debe creerse, sin embargo, que Assis haga un culto del morbo o el miserabilismo. Por más que en varias ocasiones la cámara observe a sus personajes desde arriba, hay una mirada empática sobre esos personajes, a quienes por otra parte el film tiene el cuidado de no convertir en meras representaciones. No por nada un registro de sesgo documental atraviesa la película entera, como si en esos personajes se delegaran los otros, esos rostros anónimos, filmados en la calle, con los que el film elige cerrarse. Ingredientes de la sopa urbana de la que habla una canción, al comienzo de la película.
Es verdad que se grita mucho en Amarelo Manga, tal vez demasiado, y que en más de una ocasión se está peligrosamente al borde de lo declamatorio (como cuando un parroquiano manifiesta su odio por los argentinos) o del show unipersonal, como en la escena en la que Dunga (Mattheus Nachtergaele, uno de los actores brasileños más solicitados últimamente) vuelca, directamente a cámara, una angustia tal vez sobreactuada. Pero no puede negarse que todo eso es también parte de una idiosincrasia que el film de Assis refleja, sin apelar para ello a ningún folklore.