ESPECTáCULOS
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Poesía aérea y estereotipos
Por Analia melgar
The Company, la nueva película de Robert Altman que se estrenó ayer en Buenos Aires, resume características, casi universales, de la cotidianidad de los bailarines: que sufren lesiones graves, que ganan poco dinero por su profesión y deben tomar trabajos paralelos, que comienzan sus clases por el plié, que tienen que adecuarse a los caprichos de sus coreógrafos, que nunca suspenden una función, que los varones son burlados en su elección vocacional, que las mujeres ensayan con polainas y medias agujereadas, que la vida útil de estos artistas es corta. Todo es cierto. Todo está estereotipado. En esa visión tradicional de la rutina diaria en la danza, se inserta un estilo coreográfico también tradicional. Los integrantes del actual Joffrey Ballet de Chicago (creado en 1956 por Robert Joffrey y Gerald Arpino) funcionan como obreros que llevan a la práctica las ideas de los coreógrafos valorados como genios inspirados. Están el director Alberto Antonelli (ficticio) y, reales, el norteamericano Lar Lubovitch y el canadiense Robert Desrosiers. Los cuerpos se ponen al servicio de una combinación de pasos fijos, herederos de la danza clásica, entremezclados con el neoclásico y la danza moderna. Los intérpretes son estupendos, pero no pueden aportar su creatividad. Excepción hecha de una breve improvisación en un solo masculino sobre música de Bach, instantes lúdicos de experimentación con el propio peso, equilibrios balanceados y saltos de libertaddescomprimida. En su elección estética, The Company concibe la danza como espectáculo que debe capturar el aliento del público. Logra sus propósitos con creces pero recurre al efectismo: mucha zapatilla de punta, grand jeté, déboulés, mucha espalda en cambré, y combinaciones esforzadas que privilegian la forma por encima de la dinámica. La coreografía que cierra la película no es en sí ni diferente ni superior a lo visto en los minutos anteriores, sino que agrega fuegos artificiales. Desrosiers carga su Blue snake con ilusionismo, disfraces, objetos, luz negra y humo. Por fuera de los clichés y del atractivo fácil de la espectacularidad, hay tres perlitas. Una: la belleza melancólica del dúo de Lubovitch, una danza de amor y contacto sobre My Funny Valentine. Dos: la escena en que la cámara deja ver, en detalle, la anatomía de los movimientos mientras el sonido recoge el chocar de las puntas de yeso contra el piso. Tres: el mayor hallazgo es la coreografía que Campbell y su doble realizan sobre una hamaca a pocos centímetros del suelo. La gravedad y la inercia se aúnan con los impulsos del cuerpo suspendido y un uso original de las zapatillas como una esfera que gira infinitamente. La poesía aérea de esos instantes, sabiamente registrados como un vaivén de cuerpo y vacío, hace olvidar los convencionalismos y fórmulas consagradas, que abundan.