Vie 11.03.2005

ESPECTáCULOS  › ENTREVISTA A ELENA TASISTO, QUE
INTERPRETA A HECUBA EN LA PUESTA DE SZUCHMACHER

“Saber la letra es apenas haber empezado”

De extensa trayectoria sobre todo en teatro, Elena Tasisto en estos días se pone en la piel de Hécuba, esposa de Príamo, rey de Troya. Frecuentadora habitual, como intérprete, de los clásicos, explica en esta entrevista el deleite que experimenta al detenerse en cada palabra y entenderla en sus diversos sentidos.

› Por Hilda Cabrera

Las paredes del escenario del Coliseo muestran cables, matafuegos y carteles que indican las salidas. Sobre el piso se hallan distribuidas sillas y sillones de estilo, desvencijados, y pantallas que funcionan a modo de computadoras y televisores, que en las funciones de Las troyanas se activan para mostrar imágenes de guerra. Al fondo, un cortinado rojo, y “enredando” el espacio se extiende un cableado del que penden lámparas. Protagonista de Hécuba (reina de Troya), la actriz Elena Tasisto, en diálogo con Página/12, pregunta qué sabemos del vestido que luce en la obra. “Tiene cien años, y está impecable”, informa, maravillada, y cuenta que pertenece a la abuela de la actriz Susana Lanteri, quien interpreta aquí a una troyana. Luciéndolo, Tasisto dice sentirse una verdadera reina. Aunque el teatro fue su ámbito predilecto, se la vio en cine y televisión. Entre la infinidad de obras en las que participó, se hallan Vita y Virginia, La casa de Bernarda Alba, Panorama desde el puente y En casa/ en Kabul. Finalizado su trabajo en Las troyanas, compondrá otro personaje en un nuevo montaje de Enrique IV, de Luigi Pirandello. Tiempo atrás protagonizó otra pieza de Pirandello para la TV. Fue Seis personajes en busca de un autor, una traslación para Canal 7, dirigida por Oscar Barney Finn. El cine la mostró en un episodio de Historias de amor, de locura y de muerte, en Comedia rota, La isla, Rosa de lejos, Ultimos días de la víctima, Camila, Contar hasta diez y Momentos robados.
–¿Por qué su personaje de Hécuba no abomina del hijo Paris, a quien se culpa por la invasión a Troya y, en cambio, pide a Andrómaca que acepte ir con los vencedores? Se supone que el hijo de Andrómaca no vivirá...
–Cuando la reina le dice a su nuera que acepte compartir el lecho del hijo de Aquiles (quien mató al marido de aquélla, el guerrero Héctor) no piensa en eso. Cree que así protegerá a la estirpe. Sólo queda ese bebito, y se enoja cuando Andrómaca se pone en su contra.
–¿No imagina el fin? Talthibios, el mensajero de los vencedores, le anuncia que no será “esclavo de ningún dueño”...
–Ella no imagina ese fin, y quiere la continuidad. Se siente todavía reina de una Troya que había sido el orgullo de los “bárbaros”. Por eso, cuando se ve acorralada y vencida, invoca a los dioses y les pregunta por qué tanto desastre, por qué no la escucharon.
–En una puesta anterior de Las troyanas usted compuso el papel de Casandra (que aquí interpreta Irina Alonso). ¿Cómo vivió esa experiencia?
–Esa no fue la primera puesta sino una reposición de 1977. La protagonista era María Rosa Gallo, y nos dirigía Osvaldo Bonet. Aquella era otra época, muy difícil, porque había que transmitir al espectador los sentimientos de dolor y humillación de estas troyanas, el dolor y la furia de ver “cadáveres convertidos en alimento de los buitres y de sufrir el yugo de la esclavitud”. Ahora, mis sentimientos se relacionan con esta experiencia de vivir tan comunicados, por los satélites y las computadoras, y ver la guerra y la violencia en directo, la de Argentina y la de todo el mundo. La violencia es como un virus: contamina. Mi impresión es que estamos al borde de un abismo, de algo muy terrible que no sé cómo absorbemos y de lo que todavía nos preservamos.
–¿Nos preservamos por indiferencia?
–Creo que se debe al deseo de seguir viviendo. Frente al dolor y el desastre, uno toma conciencia de que tiene otros seres a los que debe cuidar para que no les sucedan cosas tan terribles. Pienso que la gente prefiere cada vez más la frivolidad y que falta responsabilidad en los que gobiernan, acá y en otros países. Es esto lo que se quiere transmitir en esta puesta de Rubén. No recuerdo lo mismo de la de 1977.
–¿Qué le sucede interiormente ahora?
–Me pasa que me detengo en una palabra y siento de pronto “un llamado de atención”. A medida que uno se mete en la obra, percibe más cosas. Me pregunto qué es lo que le “toca” al público, qué puede conmoverlo, qué lo esperanza o, por el contrario, qué cosas se la quitan. El que más sabe, más recibe, y eso lo experimenté a través del teatro. Se produce a veces una conmoción que perdura más allá del momento, que es siempre fugaz.
–Le sucede al espectador: se recuerda, por ejemplo, dos actuaciones suyas en el teatro Cervantes sobre un fragmento de Doña Rosita, la soltera, donde se la veía sola, sentada en una silla, “diciendo” ese texto de Federico García Lorca como si fuera algo propio...
–En esas dos ocasiones me dirigieron diferentes directores y lucía diferentes vestidos. Esa fugacidad que perdura es maravillosa, y es lo que tanto me atrae del teatro.
–¿Cómo es trabajar sobre las obras de los clásicos?
–Cuando se revisa a los clásicos, uno puede afirmar que ya se escribió todo. En Las troyanas, Hécuba es obligada a ser esclava de Ulises, rey de Itaca, de un ser que desprecia las leyes y engaña a los que gobierna y a los que vence, haciéndoles odiar hasta lo que antes más amaban. Y esto lo entendemos todos, porque también pasa en nuestra época. Y nos preguntamos cómo es que perdura tanta maldad, cómo es que no tomamos conciencia y no aprendemos.
–¿Quiere decir que es necesaria la correspondencia entre lo que se escribe y lo que se hace?
–Sí, porque muchos autores se olvidaron de eso, y no ven que el hambre y la pobreza avanzan furiosamente y que debiéramos plantarnos ante este maltrato. Admito que ellos, como cualquier otra persona, se sientan impotentes frente a estos dioses contemporáneos que “ensalzan lo que nada vale y humillan lo que parece de más precio”.
–¿Hubo una preparación especial del elenco, previa a los ensayos?
–En este elenco tenemos artistas que saben más de lo que se les pide: hay médicas, abogadas y actores y actrices y técnicos de los que no se puede decir que son “improvisados”. Este es un grupo fantástico, y Rubén nos dio mucha libertad para trabajar los textos. A medida que avanzábamos en los ensayos, encontrábamos más y más significados, y nos deteníamos en cada palabra, en cada frase. Cuando una ya aprendió la letra, puede creer que está preparada, pero no es así. Las palabras que se dijeron un momento antes como ya sabidas, nos atacan de pronto, disparándonos algo nuevo. Y eso es muy saludable en nuestra profesión.
–¿Los afectó el cambio de sala?
–La obra estaba preparada para ser representada en Ciudad Konex, pero hubo problemas de habilitación y tuvimos la oportunidad de estrenar en este hermoso teatro, a la italiana y con una embocadura extraordinaria. El cambio nos sirvió como aprendizaje, porque nos forzó a adaptarnos, haciéndonos sentir actores trashumantes, actores en gira. A mí me recordó mis años en el elenco estable del Teatro San Martín, donde estuve entre 1976 y 1989. Hacíamos giras, y a veces por toda América. Cuando en nuestro país vivíamos los terribles años de la dictadura, podíamos hacer todavía textos que valían y valen la pena, como Las troyanas.

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