ESPECTáCULOS
› “LAS TROYANAS”, EN EL COLISEO
La eterna pregunta sobre las guerras
Con dirección de Rubén Szuchmacher, la obra clásica de Eurípides, en versión de Jean-Paul Sartre, la puesta responde a las expectativas de un texto de alto vuelo.
Por H. C.
¿Es posible evitar la guerra? El griego Eurípides señala como impedimento a dioses y reyes, que manejan a su arbitrio la vida de los otros, y Jean-Paul Sartre, a gobiernos colonialistas y soldados enfurecidos (su versión de Las troyanas está teñida por la lucha independentista de Argelia respecto de Francia). Pero la demandante relación entre individuo, poder y mito no se agota con el paso del tiempo. Así es que en esta puesta de Rubén Szuchmacher la guerra es producto de una complicidad entre poderosos urgidos por obtener ganancias y adiestrados para aniquilar a su antojo, como dioses de la Antigua Grecia. Cuentan con soldados, civiles y militares de grado. La libertad del individuo no es para ellos asunto básico, y exigen sacrificios. La violencia anida en gestos y palabras, en la estulticia y socarronería de los soldados y en el cinismo de Talthibios, correveidile de los vencedores (personaje que aquí compone Horacio Peña). Atento a la versión de Sartre, el director perfila puntos de vista políticos, éticos y estéticos sobre el avasallamiento, práctica extendida en todo tiempo y cuyas “razones” han sido en las últimas décadas sagazmente distorsionadas por los medios de comunicación.
El diseño escenográfico de Jorge Ferrari recoge esa intromisión en la sensibilidad del individuo, mostrando, o bien ocultando –según el caso y el dispositivo de luces de Gonzalo Cordova–, una serie de televisores ante los que ubican sillas. La guerra y sus imágenes de muerte son transmitidas por una pantalla que aliena. Y vivir alienados –como diría Sartre– garantiza la opresión. Un círculo vicioso sobre el cual alertó Szuchmacher, aunque de manera diferente, en un montaje anterior, también sobre una creación de Eurípides. La conversión del cuerpo de ese otro que realmente sufre en un objeto era asunto central en Ifigenia en Aúlide, donde el director (con otra estética, de tipo mayestático, y según una versión de Gabriela Massuh) aludía metafóricamente a una sociedad que destruye su futuro: La historia argentina guarda acciones de ese tipo, y entre las más cercanas los secuestros y desapariciones, el envío de jóvenes a Malvinas y la indiferencia ante el hambre y el analfabetismo. La invasión, el incendio y el reparto del botín y de las cautivas era “ley de guerra” en la Antigua Grecia. Lo era también cuando Sartre “modernizó” Las troyanas, y lo es ahora, aunque el botín y las estrategias para obtenerlo sean otros. Menos detestables en apariencia, como la protección institucionalizada de los corruptos y la banalización del sufrimiento. Es que la masacre más feroz puede ejecutarse entre engaños y en un bello día, porque así de indiferentes son el poderoso y la naturaleza. Lo dice el vencedor Menelao al ingresar a escena: arde Troya, pero la mañana es hermosa. Azuzado por el deseo de rapiña, ese rey de Esparta (cuya consorte Helena huyó junto a Paris, príncipe de la asiática y rica Troya), el rey de Micenas (Agamenón) y otros reyes y héroes de los pueblos griegos habían devastado ya al reino de Príamo y Hécuba. Comenzaba el reparto de siervas: la destronada “reina vieja” pasaría al dominio de Ulises y una de sus hijas, Casandra –a quien se consideraba loca antes que profetisa–, sería entregada a Agamenón. La nuera Andrómaca estaba destinada al hijo del caído Aquiles. Y como la piedad no cuenta en la guerra, el pequeño Astianax, hijo del guerrero Héctor y de Andrómaca, será arrojado desde altas torres.
Las troyanas sobrevivientes no mezquinan palabras. Una de las escenas más potentes de este montaje es la del desafío verbal que trenza a la digna y osada Andrómaca (protagonizada por Ingrid Pelicori, quien transita de modo insuperable el acallado desgarro y la dulce y alucinada despedida que su personaje le prodiga al niño) y a Hécuba, sabiamente interpretada por Elena Tasisto. Esta reina, doblegada por una fuerza mayor, no desistirá sin embargo de su deseo de venganza. Otro duelo verbal a destacar es el que sostienen Hécuba y la bella Helena, una composición de Diana Lamas que roza la comedia de intrigas. Recurso que no traiciona a Eurípides, a quien los estudiosos señalan como pionero de la “comedia nueva”, ofreciendo a modo de ejemplo obras como Ión y Heracles. Si bien no son esas secuencias las únicas escenas que atrapan, en ellas se exponen claramente razones y pasiones de mujeres que no vacilan en discutir para hallar, en ese mismo empeño, argumentos sólidos que las protejan. En esa disposición, como en la de no apelar a ruegos vergonzosos para salvar la vida, radica la fuerza de los personajes femeninos creados por Eurípides. En otra obra de este trágico griego (Hécuba) se muestra con igual fortaleza a Polixena (hija de Hécuba), conducida por Ulises para ser degollada sobre la tumba del griego Aquiles.
El coro, integrado por actrices de voces bien moduladas (aunque el insistente “yeísmo” de algunas suene a descuido), completa un relato de tono operístico, bellamente coreografiado. Un ejemplo es la secuencia, próximo ya el final, en que las mujeres, de espaldas al público y enfrentadas a los soldados, se rebelan a la servidumbre. En el papel de los dioses Poseidón y Palas Atenea, Javier Rodríguez y Berta Gagliano abren y cierran este trabajo. Una estructura que también utilizó Eurípides (en la controvertida Las bacantes, por ejemplo), manifestando sus dudas y escepticismo respecto del universo mágico de los dioses y los mitos. En la versión de Sartre y en la puesta de Szuchmacher esos dioses son invenciones de los humanos para justificar tropelías. El epílogo es, en este montaje, un subrayado más sobre lo insensato de la guerra, sobre la crueldad y degradación moral que desata. Así lo da a entender el director en un escrito impreso en el programa de mano, justamente porque este artista no se encolumna con quienes, aún hoy, le hallan sentido heroico a la guerra.