Mar 22.03.2005

ESPECTáCULOS  › “RUDOLF”, DE PATRICIA SUAREZ, CON PUESTA DE DORA MILEA

Nada es igual después del nazismo

La autora rosarina plantea, a través de un lenguaje coloquial y ameno, una historia agridulce: dos personajes que se cruzan en la Alemania de la posguerra, con las heridas aún abiertas.

› Por Hilda Cabrera

Un escritor alemán que supo criticar lúcidamente a la sociedad germana de posguerra, el católico y polémico Heinrich Böll (1917-1985), expresó a través de un personaje de su novela Mujeres a la orilla del río una interesante reflexión sobre la “permeabilidad” de los documentos destruidos y de los hechos que se pretende encubrir. De esas “zonas nebulosas”, que tal vez no se aclaren nunca, algo queda, y ese resto es nada menos que “el veneno que se filtra en el alma del pueblo”. De lo que acontece en Rudolf puede afirmarse algo semejante. Nada es igual después del nazismo, como tampoco lo es para una sociedad que ha vivido bajo una dictadura. La autora rosarina Patricia Suárez (premiada por su trilogía La Varsovia y Perdida en el momento, entre otras piezas teatrales y novelas) ficcionaliza también aquí situaciones referidas a una época que marcó a Alemania y se extendió como mancha de petróleo a otros países. A Suárez le importa básicamente qué ocurrió en la Argentina (lo demostró, entre otros trabajos, en Valhala, obra estrenada en el 2004), uno de los territorios en los cuales los jerarcas nazis hallaron asilo y refugio tras la Segunda Guerra. La autora centra su trabajo en las reacciones de dos personajes, en principio enfrentados. Estos son la temerosa Greta –que sobrevive en un edificio supuestamente ruinoso de la Alemania bombardeada, pero ya en camino de restauración– y Félix, el joven que llega hasta ese lugar decidido a indagar sobre el paradero del nazi Rudolf Koch. El dato es que Greta se llama María y ha sido amante del hombre que rastrea y del que sospecha vive en la Argentina.
El ruido que producen las máquinas utilizadas para la reconstrucción de la zona que habita la mujer dificulta el diálogo, tanto como la renuencia de ella a atenderlo. El camino parece ser regalarle chocolates o chicles norteamericanos, o café. La mujer va cediendo, recelosa y entre alguna que otra ironía sobre su condición de señora sola y pobre. Esa forma de acercamiento va suministrando información sobre una y otro, siempre contradictoria y tergiversada ex profeso para crear expectativa. El público puede, sin embargo, descubrir en esos diálogos detalles que le permiten entender ciertas actitudes de unos personajes que han padecido humillaciones en diferentes circunstancias.
La puesta de Dora Milea resulta en ese contexto exageradamente prolija, sobre todo porque se sugiere un afuera polvoriento y ensordecedor, donde lo que urge es reconstruir. Esa prolijidad se complementa con la escenografía minimalista de Beatriz Martínez, tal vez deliberada para destacar el trabajo de los intérpretes. La fina caracterización que logra Patricia Palmer de su Greta (o María) no es un simple detalle. A pesar de las derrotas, Greta no perdió su capacidad de amar ni de bromear con un humor extrañamente socarrón e inocente. Se trata de una pieza breve y demasiado generosa en apagones, recurso que entorpece el desarrollo de una historia que avanza por momentos sobre terreno conocido. Un ejemplo son los párrafos que aluden a expropiaciones de bienes de familias judías y, entre otros, a la relación del nazismo con la música, o con los músicos y sus especialidades: se habla del pianista o del violinista como sinónimo de torturadores. Esos enlaces no son nuevos en la literatura ni en la dramaturgia. Grandes escritores se han referido a las herramientas que se utilizan para armar o desarmar un piano (que en esta puesta aparece, y se justifica pues Greta es profesora de piano) como a instrumentos quirúrgicos (de ahí la relación con los seres vivos) para remover piezas no atornilladas sino encastradas o “llagueadas”, como se hace en las construcciones para igualar junturas.
Frases del tipo “los alemanes son muy musicales” devienen aquí en un lugar común. El uso reiterado de alocuciones como ésa aplana la incógnita planteada al inicio de la obra. Greta y Félix, o como se llamen realmente, pierden complejidad y se convierten en prototipos, interesantes, de todos modos, gracias al excelente desempeño de Palmer y a la apasionada composición de Lautaro Delgado. El lenguaje coloquial y directo de la obra es una habilidad que no se le puede negar a Suárez. Su manera de “contar”, seria y divertida a la vez, tiene sus adeptos. A ellos conquistará la agridulce Rudolf. La música y los arreglos de Sergio Vainicoff contribuyen, por su potencia emotiva, a despegar las historias de Greta y Félix del contexto político e histórico que las abarca, y universalizar emociones de otro orden, individuales e íntimas, nacidas de equívocos y amores perdidos, de recuerdos que duelen y reflexiones sobre la identidad y los peligros que supone perderla.

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