ESPECTáCULOS
› “UN AÑO SIN AMOR”, DE ANAHI BERNERI
Diarios para un impulso de vida
El film, basado –con matices– en la novela autobiográfica de Pablo Pérez, da cuenta de las experiencias del protagonista como enfermo de sida durante el año 1996.
› Por Horacio Bernades
“Tengo que escribir.” Así comienza Un año sin amor, con una declaración que suena a mandato o necesidad imperativa. Pero lo que comienza así es la novela, no la película. En primera persona y en forma de diario escribió Pablo Pérez su novela autobiográfica Un año sin amor, que la editorial subtituló astutamente Diario del sida (aparte de cruzarle una faja en la que se lee, en letras tamaño escándalo, “HIV positivo”). Allí, Pérez relata sus experiencias como enfermo de sida durante el año 1996. Un año sin amor se llama, también, la película que Anahí Berneri eligió para su debut como realizadora cinematográfica, tras haber llevado adelante un programa sobre la comunidad gay en la tv de cable, y que resultaría ganadora del Premio Teddy en el reciente Festival de Berlín.
A diferencia de la novela en la que se basa, Un año sin amor no transmite la sensación de haber sido “escrita” como último bastión ante la muerte. No es casual: a pesar de haber escrito el guión a cuatro manos con el autor, Berneri decidió adoptar un cambio de fondo en relación con el diario-novela de Pérez. Cambio que tiene que ver con la persona que en cada caso narra la historia. Si bien la película mantiene el relato-off a cargo del actor que encarna a Pérez (y que, como en la novela, se llama Pablo), la película no está narrada en primera persona, sino en una tercera, que no corresponde ya a quien vive la peripecia sino al que la observa. Se trata de una modificación crucial, así como un gesto de extrema honestidad por parte de la realizadora, que en lugar de adoptar la solución más fácil y demagógica (“hacer de cuenta” que entre el autor de la novela y ella no existía ninguna diferencia) prefirió asumir las diferencias, narrando la circunstancia de Pablo a través de sus ojos.
Ojos que son los de una extranjera, visitando el extraño planeta del cuero, el disciplinamiento y las prácticas sadomaso. Pero Pablo (Juan Minujín, actor del grupo de danza-teatro El Descueve, en su debut cinematográfico) no sólo busca disciplina. También pretende seguir viviendo y, de ser posible y como el título lo indica, un poco de amor. Nada de esto le resulta fácil. Como la novela, la película transcurre en 1996, año crucial en la batalla contra el sida, ya que fue en ese momento cuando se empezó a experimentar con la terapia combinada antirretroviral, que a la larga permitiría trocar el pronóstico de muerte segura por uno de enfermedad crónica. Pero eso se sabría más tarde. En el momento de someterse a tratamiento, Pablo no lo sabe. Y desconfía, harto como está de pasar de un médico a otro, de un síntoma a otro, de un tratamiento a otro. Entre ese descreimiento del protagonista y la posibilidad real de curación se instala Un año sin amor, como en una zona difusa en la que un té de hierbas parece tan (o tan poco) efectivo como un cóctel químico, y donde cierta dejadez casi suicida convive con el impulso de vida.
De allí, tal vez, la paradoja de que ese impulso se dirija, tanto en el terreno amoroso como en el sexual, a lo transitorio, lo pasajero, lo peligroso incluso. Mientras que en el libro de Pérez, a las pocas páginas el narrador ya recuerda con placer la quemazón de un cigarrillo en la ingle, en la película la deriva de Pablo hacia los circuitos SM es algo más gradual y progresiva. Y también algo más soft. Tal vez como producto de aquella mirada extranjera respecto del mundo que se narra, cuando Pablo hace su primera incursión en ciertos sótanos oscuros –donde los concurrentes intercambian gritos y quejidos, cadenazos y estrangulamientos– lo que se ve es menos brutal de lo que se supone.
Pero el distanciamiento no es aquí un efecto no querido, sino una decisión fundante. Todas las instancias de la vida de Pablo están como tamizadas por un filtro, que mantiene a cierta distancia no sólo el dolor sino también los afectos. Así, la cálida relación con un amigo (Carlos Echevarría, de Garage Olimpo e Hijos) lo es sólo de modo indirecto. Otros vínculos resultan algo más opacos, ya se trate de una alumna particular defrancés (Bárbara Lombardo, protagonista de la inédita Cautiva) como Nefertiti, la tía algo ida del protagonista (una casi irreconocible y semicaricaturizada Mimí Ardú). Más fácil de entender es la fascinación de Pablo por un disciplinador sin duda apuesto (Javier van der Couter) o su temor ante cierto par de ominosos leather men. Con depurado lenguaje visual y una rigurosa concepción general, Un año sin amor deja así la impresión de una puerta que, más que abrirse del todo, se entorna ante un mundo lejanamente próximo.