Eduardo Blanco ya fue un héroe de películas de crisis en Luna de Avellaneda y ahora lo vuelve a intentar en Un minuto de silencio, con ecos del perfil que Juan José Campanella convirtió en su marca registrada: ser un gran contador de chistes en velorios, descomprimiendo la tragedia del contexto con una broma o un gesto de porteño chanta. Aquí deja de ser contrapunto de Ricardo Darín para ser el centro de una historia de desplazamiento y marginación. Dice que el género (películas de crisis) impone reglas fijas y condiciones: “Algo de negación en el héroe, cómo no, es la única forma de conservar un momento de felicidad y de hacer cosas para salir adelante”.
–¿Qué rasgos comunes encuentra entre todos los relatos posteriores a la crisis?
–Me atrae esa necesidad de seguir creyendo a pesar de todo. Se los retrata bien en una serie de películas que piensan la crisis y la caída de la clase media, como Luna de Avellaneda, Cama adentro, Buena vida Delivery... Lo que queda es la noción de que esta crisis fuerte nos perjudicó por igual a todos, desde los más ricos hasta los más pobres.
Un minuto de silencio se diferencia del resto en el hecho de que es la única que se mete a fondo con una pintura de la clase trabajadora y su necesidad de creer. Y demuestra que la gente es esencialmente pacífica, y no está generando un estado de revolución permanente.
–Su personaje recupera dos posibilidades de salvación: la naturaleza y la lectura...
–Es un obrero letrado... Una especie de capataz que es consciente de que sólo el hábito de la lectura lo ayudará a construir su propia educación; está descreído de las instituciones; es de esas personas muy cultas que no tienen ni el secundario completo.
–Y es un negador compulsivo...
–En parte se lo podría interpretar como un gran negador, porque cualquiera que sea optimista a ultranza en algún sentido está negando. Pero es una negación productiva y necesaria. ¿Cómo podría quedar lugar, de otro modo, para un momento de felicidad?