ESPECTáCULOS
› “AMOR ETERNO”, DE JEAN-PIERRE JEUNET, CON AUDREY TAUTOU
Amélie ahora va a la guerra
› Por Luciano Monteagudo
Producida a un costo de 45 millones de euros, aportados en gran parte por la compañía estadounidense Warner (lo que le valió a la película la imposibilidad de competir en nombre de Francia por el Oscar al mejor film extranjero, según el fallo de una corte judicial francesa), Amor eterno es la clase de película que confunde, deliberadamente, importancia con hinchazón. Después del éxito inconmensurable de Amélie, el director Jean-Pierre Jeunet y la actriz Audrey Tautou decidieron pasar del cuento de hadas al alegato antibélico, con la misma voluntad de manipular los sentimientos del espectador, pero esta vez con otras herramientas, aún más espurias.
Hay algo esencialmente mecánico en la concepción del cine que tiene Jeunet, la idea de que a cada efecto le sucede una causa. Y entonces el director de Delicatessen aplica un efecto tras otro, con el objetivo no tanto de comunicarse con el espectador –de transmitirle una idea, una visión del mundo, una emoción– sino en todo caso de doblegarlo, someterlo, imponerle su producto como si fuera una marca, en un gesto que desnuda su origen de publicitario.
Su nuevo Meccano, Amor eterno, está basado en un best-seller de Sébastien Japrisot y se inicia hacia 1917, en las postrimerías de la Primera Guerra Mundial. Cinco soldados franceses se automutilan con la esperanza de escapar del dantesco frente de combate y son condenados –bajo el cargo de traición a la patria– a una muerte inexorable y atroz: deben abandonar desarmados sus trincheras y avanzar a campo descubierto hacia las del enemigo. Si no mueren de inmediato bajo el fuego de metralla y logran encontrar un improbable refugio en esa tierra de nadie, los matarán luego el hambre y el frío. Entre estos soldados está Manech (Gaspard Ulliel), el más tierno de todos, un benjamín que ha dejado atrás, en un bello pueblo a orillas del mar, al gran amor de su vida, que es también el amor de su primera infancia, Mathilde (Audrey Tautou), una chica baldada a causa de la poliomielitis y que lo espera en la cima de un acantilado, a la sombra de un faro, tocando melancólicamente la tuba, como si con ese canto de sirena pudiera guiar a su amado a buen puerto.
Por supuesto, aun varios años después de terminada la guerra, Mathilde está convencida de que Manech logró escapar con vida de ese infierno y está dispuesta a encontrarlo, como sea, siguiendo las pistas más diversas y rocambolescas, lo que da pie a Jeunet a dilatar su relato con varias tramas paralelas, que incluyen historias no sólo románticas sino también trágicas y hasta cómicas, por qué no, para matizar la velada. En cada uno de estos momentos, la película se las ingenia para caer en todos los lugares comunes y estereotipos y en utilizar siempre el trazo más grueso posible. Efectos digitales, tomas aéreas desde helicópteros, espectaculares movimientos de cámara con grúas y steadycams, permanentes amaneceres y atardeceres ambarinos son algunos de los recursos con los que Jeunet va pintando su fresco, de una manera no muy distinta a como lo haría una superproducción de TV. En el camino, Amor eterno –con una demagogia equivalente a la de Amélie– propone una exaltación de la inocencia y una santificación de la gente simple. Con una diferencia: aquí el material le permite al director regodearse, de manera casi obscena, con la guerra y con la muerte. Habría que actualizar el viejo axioma de Godardy recordar que el travelling sigue siendo, más que nunca, una cuestión moral.