ESPECTáCULOS
› “LA VIDA ES UN MILAGRO”, DEL BOSNIO EMIR KUSTURICA
Mucho ruido para una idea trillada
POR L. M.
Mientras en Cannes 2005 Emir Kusturica se desempeña como presidente del jurado oficial, a Buenos Aires llega la música de La vida es un milagro, la película que presentó en Cannes 2004. Que no es poca y que, proviniendo de la bulliciosa No Smoking Orchestra, arma bastante ruido. Y sólo eso, porque el octavo largo del director –que ya ganó en dos oportunidades la Palma de Oro de Cannes, con Papá salió en viaje de negocios, en 1985, y con Underground diez años después– es sin duda el film menos inspirado de toda su carrera. A pesar de haberse llevado el León de Plata de la Mostra de Venecia ’98, ya Gato negro, gato blanco, su ficción inmediatamente anterior, mostraba serios signos de agotamiento. Y su nueva realización confirma ese empobrecimiento de su cine, que da la impresión de reciclar una y otra vez los temas y los rasgos de estilo de lo que supo ser lo mejor de su obra.
En este caso, se trata de un regreso a los tiempos de Underground: a Bosnia durante la guerra que desangró a Yugoslavia, a los contrabandistas, a los músicos ambulantes y a todo ese realismo mágico balcánico que aquí incluye un muerto que carga con su propio ataúd y un burro sensible que llora y se planta frente a las vías del tren, para acabar con sus miserias de amor. El caos a partir del cual el director de Tiempo de gitanos siempre organizó la puesta en escena de sus films vuelve a manifestarse en La vida es un milagro, pero ahora ya no parece tanto el motor, la fuerza vital que antes empujaba su cine, sino más bien una excusa para esconder la falta de nuevos temas e ideas.
En La vida... todo vale –lo bueno, lo malo y lo feo– y esa falta de rigor es particularmente peligrosa si se tiene en cuenta que de lo que está hablando Kusturica es la guerra que desangró a su país, que incluyó “limpiezas étnicas” y asesinatos en masa, y a la que no debería tratar con semejante frivolidad. En la superficie hay una historia de amor a lo Romeo y Julieta, en la que un ingeniero ferroviario serbio, casado con una diva de ópera en decadencia, se enamora de una enfermera musulmana, que es tomada como rehén, con toda la carga que implica esa relación en el conflicto de los Balcanes, hacia 1992. Pero se diría que a pesar de las largas dos horas y media que dura su film, a Kusturica no le interesa otra cosa que emborrachar su cámara de la misma manera que a sus personajes, haciéndolos girar enloquecidamente alrededor de la nada, banalizando la muerte y priorizando ese infinito bestiario –gatos, perros, burros, caballos, pavos– que contribuye a la cacofonía general de su película.