Lun 16.05.2005

ESPECTáCULOS  › “LA GUERRA DE LAS GALAXIAS - EPISODIO III” Y TODO LO DEMAS

Espacios sagrados y profanos

El preestreno mundial de La venganza de los Sith coincidió con la presentación de la mexicana Batalla en el cielo, de Carlos Reygadas, que se las ingenió para provocar polémica.

Por Luciano Monteagudo
Desde Cannes

Los contrastes siempre fueron una constante en Cannes. Arte y negocios, frivolidad e inspiración, strippers e intelectuales se cruzan constantemente por la Croisette, con el impasible Mediterráneo como testigo, como si éste fuera el único lugar posible en el que lo sagrado y lo profano pueden convivir no sólo en armonía sino también en una fértil promiscuidad, que hace –para bien o para mal– a la identidad del festival de cine más importante del mundo. En la jornada de ayer, dos de las caras antagónicas de este mundo bipolar lucharon por conquistar la atención de los más de 4 mil periodistas acreditados y de los miles de festivaliers que colmaron la ciudad durante el fin de semana. Por un lado, en el lujoso Grand Théâtre Lumière, fuera de competencia, se producía el preestreno mundial de La guerra de las galaxias - Episodio III - La venganza de los Sith, el capítulo final de la saga más popular y lucrativa de la historia del cine. Y por otro, en la mucho más modesta Salle Buñuel, la prensa se agolpaba para ver Batalla en el cielo, una producción mexicana independiente que –aun antes de haber sido exhibida– ya llegó rodeada de un aura de obra maldita y provocativa, de esas que Cannes no deja pasar, aunque más no sea para avivar el fuego de la controversia.
En esa lucha por la conquista del espacio galáctico o divino –pero que aquí en la Tierra no puede dejar de entenderse como un único espacio, mucho más prosaico: el mediático– se diría que las dos salieron vencedoras. La superproducción de George Lucas (que el próximo jueves se estrena en todo el mundo, incluida la Argentina) logró que los flashes de cientos de paparazzi se concentraran como cañones sobre el desembarco de las tropas de Star Wars, encabezadas por el propio Lucas (cada vez más mimetizado con el viejo Yoda) y con Natalie Portman, Hayden Christensen y el extravagante Samuel L. Jackson como fieles lugartenientes, dispuestos a tolerar estoicamente el acoso de las lentes. Y a su vez, el segundo largometraje de Carlos Reygadas, que ya con su opera prima, Japón, logró convertirse en el nuevo enfant terrible del cine-arte, consiguió lo que había venido a buscar: la polémica de la crítica, por supuesto, pero también la tapa de los diarios (hace unos días Libération, ayer el periódico Le Film Française) y el interés de los compradores internacionales.
–¿Qué pasa, Marcos?
–Es que mi mujer y yo secuestramos un bebé, y se nos murió esta mañana. Fue un accidente.
–¿Y por qué me contás esto, Marcos?
–Porque vos me preguntaste.
–Pero es que esas cosas no se cuentan.
En este diálogo se puede encontrar un poco la síntesis de Batalla en el cielo, una película bastante más sombría que el Lado Oscuro que imaginó Lucas como la última tentación del joven Anakin Skywalker. Aquí, Reygadas deja atrás los místicos paisajes montañosos de Japón y descubre el infierno en la Tierra: el Distrito Federal de México. Su película, sin embargo, no registra esa ciudad inhumana, de 20 millones de habitantes, sino a través de los rostros de sus tres personajes centrales: Marcos y su mujer, a cual más embrutecido, y Ana, una chica de la alta sociedad mexicana que –a la manera de Belle de jour– se prostituye por las tardes en lo que ella llama “una boutique”. Como en Japón, los actores son no profesionales y Reygadas les pide aquello que los profesionales seguramente no harían: la fellatio en primer plano, por ejemplo, con la que se abre y se cierra cíclicamente esta Batalla en el cielo y con la que el director quiere estampar su firma, como para que nadie se olvide de reparar en él. “Filmo a los humanos como si fueran animales”, declaró el otro día Amat Escalante, discípulo de Reygadas y director de Sangre, presentada el jueves pasado fuera de competencia y producida por su mentor, en un asalto mexicano de proporciones sobre Cannes. Y parecería que Reygadas filma a los humanos como bichos: copulando y matando, sin mayores problemas de conciencia. Ese bestiario monstruoso tiene sus rituales, que hacen la “mexicanidad”: el izamiento de la bandera nacional, un desfile militar, una procesión religiosa, un partido de fútbol. A la manera de un apóstata, Reygadas profana todos y cada uno de esos símbolos, quizá demasiado deliberadamente.
Que Reygadas tiene talento, es algo que parece indudable, aunque más no sea por la maestría con que pone en escena algunos planos secuencia o esa toma muda, en la que se ve repicar a las enormes campanas de una iglesia, pero sólo se escucha el sonido de la lluvia, como si Dios hubiera enmudecido. Pero ese talento a su vez se ve disminuido por su narcisismo, por la imperiosa necesidad del director de llamar la atención, de enardecer a su espectador, de hacerle saber incluso que él, Reygadas, el artista, siempre va a estar por encima de sus personajes y de quienes vean su film.
En ese y otros sentidos, no podría ser más distinta la actitud de austríaco Michael Haneke, que presentó en competencia Caché (Escondido), una producción francesa protagonizada por Daniel Auteuil y Juliette Binoche. De una gran austeridad, su film tiene una construcción clásica, pero no por ello menos compleja y perturbadora. Un matrimonio de la burguesía ilustrada francesa (él animador de un programa literario de TV, ella colaboradora de una editorial) comienza a recibir videos anónimos, filmados desde el exterior de la casa y en los que se sugiere que la familia está bajo vigilancia. Esos videos comienzan a multiplicarse pero, a diferencia de lo que Holly-wood hubiera hecho con ellos –un thriller como tantos–, Haneke elige trabajar en otra dirección, hasta sugerir que –como sucede también en el cine de David Cronenberg– no son otra cosa que la materialización de su conciencia oscura. Que es también la conciencia sucia de Francia. Un viejo episodio de la niñez del protagonista, relacionado con la masacre de unos 200 argelinos que en octubre de 1961 marcharon por las calles de París y terminaron reprimidos y arrojados al Sena (un hecho que Francia ha hecho todo lo posible por olvidar), es el centro tácito del film. Algo subyace de aquel momento que es capaz de expresarse de la manera más inquietante, cuarenta años después.
Como en la impresionante Funny Games, que en 1997 hizo de Haneke, aquí mismo en Cannes, toda una revelación, un sentido de amenaza permanente asalta a los personajes. Y, por carácter transitivo, también al espectador, como si el punto de vista del film no fuera el único y siempre hubiera algo o alguien más observando a aquellos que ven la película, para interpelar sus pensamientos más recónditos.

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