Mar 17.05.2005

ESPECTáCULOS  › ENTREVISTA CON EL ESCRITOR ANDRES RIVERA

“Argentina es un país de derrotas sociales, políticas e ideológicas”

El autor de El farmer habla de Esto por ahora, su nueva novela, protagonizada por su alter ego, Arturo Reedson.

Por Angel Berlanga

“Estoy aprendiendo a escribir con la mano izquierda”, bromea Andrés Rivera apenas abre la puerta del departamento de la calle Echeverría, su refugio en Buenos Aires cuando baja desde Córdoba, el que compró para su madre con la indemnización que recibió cuando lo echaron de El Cronista Comercial, en plena dictadura. Su ideario político, los nombres y teléfonos anotados con letra temblorosa que se ven sobre la mesa y el yeso que le cubre el antebrazo de la diestra dan cuerpo a la ironía del narrador, que anda contento porque éste es el último día de enyesado y entonces podrá retomar, lapicera en mano, la escritura de Al borde, la novela que ya tiene esbozada. “Lapicera, no birome –recalca–; como siempre, yo soy un tipo anacrónico y no manejo la computadora.” Pero los lectores se encontrarán con eso allá adelante en el tiempo; hacia atrás está Agallas, un libro de cuentos que ya tiene terminado y se publicará a comienzos de 2006, y todavía más hacia atrás, hoy, está Esto por ahora, la novela que acaba de publicar. De ella habla aquí.
Una serie de roturas, frustraciones, desgarros, muertes, que se detienen en sucesos puntuales a lo largo del tiempo componen Esto por ahora. “Este es un país de derrotas políticas, sociales, e incluso ideológicas –dice Rivera–. ¿Qué se quiebra el 24 de marzo de 1976? ¿Y qué se reanuda con la elección de Néstor Kirchner como presidente de la República? ¿Tenemos un índice de 40 por ciento de desocupados? Entre los desaparecidos seguramente hubo un Borges, un César Milstein, un Antonio Berni. ¿Con qué se paga eso? Los diarios hablan del crimen del Museo Metropolitano; esa casa fue de la familia Anchorena. Tomás de Anchorena fue consejero áulico de Juan Manuel de Rosas. Hoy tenemos al señor Macri, que tiene pretensiones políticas. Y al señor Ricardo López Murphy; lo vi en el debate con el canciller Rafael Bielsa y me dio la impresión de que estaba frente a un Adolfo Hitler que hablaba de educación. Este es el país que tenemos.”
Se trata, tal vez, de la novela más íntima de Rivera, que pone aquí nuevamente en escena a Arturo Reedson –su alter ego, ha dicho– y a Daiana y Lucas, los marginales –hijos de policía retirado por gatillo fácil– que lo mataron por zurdo. Esto por ahora: los jóvenes perversos, obsesionados por el dinero, inescrupulosos y a la vez condenados (aquellos de Cría de asesinos), y los recuerdos de Arturo Reedson. Rivera evoca una marcha de comunistas, socialistas y anarquistas por Diagonal Norte en 1937, cuando tenía nueve años y la consigna era aquel No pasarán, la defensa de la República Española, y la figura de su padre, secretario general del Sindicato del Vestido. Y evoca el día del bombardeo a la Plaza de Mayo en 1955, cuando él mismo era delegado de una fábrica en Villa Lynch y estuvo dispuesto, junto a otros trabajadores, a tomar las armas, hasta descubrir la traición y la huida de un gremialista peronista. Y evoca un diálogo de 1977 en La Ideal con un compañero y amigo que pocos días después sería rodeado y asesinado por el Ejército. El tono inconfundible y singular de la escritura de Rivera, ese vaivén de sucesivas olas sobre el borde de la playa, es el que suena en casi todo el libro. Dos excepciones: las cartas que Natalia Duval –es sencillo ver en ella a Susana Fiorito, la compañera de Rivera– le escribe a Reedson, y los tramos del diario que dan cuenta de la muerte de su madre. En estos dos tramos, además, aparece Jorge, el hijo de ambos; Rivera cree que es la primera vez que lo incluye como personaje. “Trabajé sobre elementos reales –dice–. A esas cartas y al diario, que son verdaderos, traté de darles un tono de ficción. No conozco una obra de ficción que se precie de tal que no tenga una carga autobiográfica.”
–Usted abre uno de los capítulos con una cita de Philip Roth: “Escribir te convierte en alguien que siempre se equivoca”. ¿Cómo se aplica eso a su propia obra?
–Si yo hoy tuviera tiempo escribiría de otra manera La revolución es un sueño eterno. No es exactamente que me equivoqué, pero creo que hoy emplearía otro tono para Juan José Castelli, el doctor Cufré y el conjunto de esa novela. Si se quiere llamar a eso equivocación, bien. Este es un oficio que no se termina nunca de aprender. Philip Roth, que para mí es un muy buen escritor, es tal vez demasiado modesto: debe haber nacido en el Bronx, o cosa por el estilo. Y además tiene esa característica de muchos judíos, que responden siempre con una pregunta y que fingen ser masoquistas.
–Hay una disonancia muy fuerte entre el tono de toda la novela y el capítulo de la muerte de la madre. ¿Por qué eligió contar con esa distancia, casi desapasionadamente?
–En primer lugar, yo he seguido durante mucho tiempo una recomendación de Césare Pavese: escribir en primera persona. Luego apelé a un recurso que ha sido desechado por muchos escritores, el diario. Me pareció pertinente usarlo para ese capítulo. Yo llevé un diario sobre la internación de mi madre, pero no como aparece en la novela: añadí y quité cosas. Anotaba temperaturas, lo que anotan las enfermeras cuando recorren la sala, y algún comentario mío sobre tal médica o médico.
–¿Pero por qué la distancia justamente en ese capítulo? ¿Su madre murió en 2002, tal como aparece en la novela?
–Sí, lo tengo ahí anotado. No es fácil hablar y escribir acerca de la muerte de la madre de uno, porque en definitiva... Esa mujer concibió a un ser humano durante nueve meses. Y cumplió con esa suerte de proverbio que dice que los hijos entierran a la madre. No me gusta el oficio de enterrador.
–¿Llora usted?
–No recuerdo la última vez que yo lloré. Realmente, no recuerdo. No lloré cuando murió mi hijo mayor; no lloré, obviamente, cuando murió mi madre. Me emocioné, sí, cuando vi por televisión ese desfile que hubo en el Moscú de Putin, cuando pasaron otra vez, vestidas como en 1945, las tropas del Ejército Rojo, con la bandera, la hoz y el martillo. Ahí me emocioné, tal vez se me nubló la vista, pero no lloré. No es porque sea un tipo curtido: qué pasa si un hombre llora. Lo otro es puro tango. Creo que hay uno que dice que un hombre macho no debe llorar; los tangos tienen muy buena letra, pero esa es una letra machista.

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