ESPECTáCULOS
› RETROSPECTIVA JOÂO CESAR MONTEIRO EN LA LUGONES
Los placeres de un libertario
Por primera vez en Buenos Aires se podrá ver en forma integral el cine de este extraordinario realizador portugués, que supo construir una obra entera a partir de sus vicios más privados.
› Por Horacio Bernades
“El clítoris de una virgen suele presentarse como un botón rosado y carnoso, y los labios de la vulva están esperando abrirse...” Sentado a la mesa de un bar, el dandy viejo y enjuto habla lentamente, como saboreando cada palabra, cada descripción, cada detalle. Del otro lado de la mesa la virgen lo escucha, con distraída atención. La escena, típica del cine de Joâo César Monteiro, corresponde a La comedia de Dios, la primera de sus películas que hubo ocasión de ver en Argentina, una tarde de hace casi diez años, en el curso de una de las ediciones del Festival de Mar del Plata. Luego vinieron La pelvis de J. W., Las bodas de Dios y Va y viene, todas ellas exhibidas en sucesivas ediciones del mismo festival. Ahora (“por primera vez en Buenos Aires”, diría un aviso) habrá ocasión de ver de un saque la filmografía completa de este buen señor, que pasó a mejor vida hace un par de años y de quien jamás se estrenó una película en la Argentina.
Organizado por el Complejo Teatral Buenos Aires y la Fundación Cinemateca Argentina –con participación de la Embajada de Portugal en Argentina y el Instituto Camôes–, la Retrospectiva Integral Joâo César Monteiro se celebrará en el templo donde esta clase de rituales suelen tener lugar: la sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín, desde mañana y hasta el próximo martes 21. Los doce largos y dos cortos que componen esa obra se exhibirán del primero (de 1969) al último (del 2003) en la Lugones, que así vuelve a poner al espectador porteño frente a un gran y (casi) desconocido cineasta contemporáneo. Quienes viajaron a Mar del Plata desde 1996 (cuando se exhibió La comedia de Dios) hasta el año pasado (cuando hubo ocasión de ver la póstuma Va y viene) ya saben de qué se trata: películas de larga extensión (entre dos horas y media y tres, en la mayoría de los casos) en las que el tiempo parece transcurrir con la misma morosa delectación con la que el elegante anciano huesudo (el propio Monteiro) acaricia a una muchacha o se entrega a la poesía, el arrebato excéntrico o los placeres de la buena mesa.
Una obra entera al servicio del placer, como quien practica una ofrenda en un altar pagano. Altar pagano y espíritu libertario, pero sin embargo el protagonista de esa ceremonia (al menos, de buena parte de ella) se llama Juan de Dios. Y no es Filiberto sino Monteiro, haciendo casi de mismo. O de su doble, vaya a saber. Nacido en febrero de 1939 en Figueira da Foz, en el seno de una familia de terratenientes antisalazaristas, Monteiro se trasladó de adolescente a Lisboa y allí descubrió –a mediados de los años ’60– el que se considera el film fundador de la “nueva ola” portuguesa, Os verdes anos, de Paulo Rocha. Eso solo lo decidió a dedicarse al cine. De allí en más, Joâo César cultivó con fruición la nueva ola original, la nouvelle vague. Pero también el cine mudo, los clásicos de Hollywood y el cine de autor a la europea. Hombre dado a construir una obra entera a partir de los vicios más privados (llámense vino verde, róbalo al horno, rarezas eróticas, paseos y disfrutes varios), los gustos cinematográficos de Monteiro pasaron en abundancia a sus propias películas. En ellas pueden hallarse referencias al Nosferatu de Murnau (asombrosamente parecido al actor que lo encarnó, en algunas películas Monteiro se rebautizó con el nombre de pila de Max Schreck), al Antoine Doinel de Truffaut, a John Wayne y hasta a Serge Daney, eminente crítico de la revista Cahiers du Cinéma.
Sin embargo, para disfrutar de esas películas no se requiere cultura cinéfila, poética o teológica (otros de los pequeños vicios monteireanos), sino la simple entrega al placer que produce ver pasar el tiempo (y el espacio) subido a unos encuadres calmos y exquisitos, llenos de aire y de luz. La cámara de Monteiro parecería acariciar calles y plazas de Lisboa como si tuviera manos, como si Lisboa misma fuera una muchacha. Animada por un espíritu ácrata y flâneur, de dandy y hereje, de bufón cortesano y demodé, la obra entera de Monteiro puede ser vista como una única road movie, en la que lo que importa es siempre el viaje y no el destino. Va y viene, su obra póstuma de 2003, lleva esta idea del cine como deambulación no sólo al título sino al desarrollo mismo, constituido más por recorridos en ómnibus urbanos que por lo que el cine tradicional suele entender por guión, estructura o acontecimientos. En esos ómnibus arrancados a la más crasa cotidianidad, sin embargo, no hay más que esperar unos minutos para que inevitablemente aflore el detalle curioso e inesperado, el pasajero ligeramente fuera de lugar, el suceso que desafía la lógica. Como en todo el cine de su autor, por otra parte.
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