ESPECTáCULOS
› “EL HOMBRE DEL BOSQUE”, CON KEVIN BACON
El pasado que siempre vuelve
La directora Nicole Kassell eligió hacer una pieza de cámara, un film que transcurre no tanto en el mundo exterior que rodea a su protagonista, sino más bien en su interior, en su conciencia.
› Por Luciano Monteagudo
“¿Qué es lo peor que hiciste en tu vida?”, se anima a preguntarle Walter (Kevin Bacon) a Vickie (Kyra Sedgwick), a quemarropa. Están en la cama, acaban de hacer el amor, todavía casi no se conocen y Vickie insiste en saber cuál es el “pequeño secreto” que hace de Walter un ermitaño, un muro de silencio. Pero para llegar a esa respuesta, ella tiene que responder primero. Piensa, respira hondo, enciende un cigarrillo y confiesa: “Me acosté con el marido de mi mejor amiga... y terminaron separándose. Nunca me lo perdoné”. Silencio. Ahora sí le toca a Walter. Y dice lo suyo con rapidez y frialdad, como si fuera el informe taquigráfico de su sentencia judicial: “Molestaba a chicas de entre 10 y 12 años. Alguna vez lo hice también con una de nueve y otra con una de 14. Pero nunca las lastimaba, jamás”.
Walter viene de pasar doce años en la cárcel por pedofilia y es en ese momento –cuando tiene que volver a reintegrarse a la sociedad– que lo toma El hombre del bosque, la ópera prima de Nicole Kassell, una egresada de la Escuela de Cine de Nueva York. A partir de una obra teatral de Steven Fechter, Kassell elige hacer una pieza de cámara, un film que transcurre no tanto en el mundo exterior que rodea a Walter, sino más bien en su interior, en su conciencia, al punto que por momentos la película prefiere resignar en realismo para alcanzar cierto grado de abstracción.
En cierto sentido, esa decisión no es menos audaz que la de abordar el tema que trata, evitando deliberadamente toda traza de violencia o sensacionalismo. La mera provocación que proponía Happiness, de Todd Solondz, o la dramática demonización de Río místico, de Clint Eastwood (también con Kevin Bacon, que oponía su discreción y economía de medios a los desbordes de Sean Penn y Tim Robbins), giraban alrededor de la pedofilia, o de sus consecuencias, pero El hombre del bosque elige afrontar el asunto más de frente, intentado introducirse en el espíritu del perpetrador sin prejuzgar o dar nada por sentado, al punto que el mismo Walter no sabe si no volverá a reincidir en una conducta que él sabe abyecta pero a la que no está seguro de poder sustraerse.
Esta franqueza de la película no hace necesariamente a su calidad, sino, en primer lugar, a su honestidad. El hombre del bosque no trata de inducir a su espectador, sino en todo caso de incomodarlo, de interpelarlo, de plantearle preguntas que no son fáciles de responder y que la directora no tiene la intención de hacerlo por nadie. Pero, por otra parte, el film de Kassell no puede prescindir de ciertos tópicos demasiado trillados, como esas sesiones de psicoanálisis a las que atiende obligatoriamente Walter y que, además de ir pautando el relato, en unas pocas sesiones terminan revelando la escena primal de la que derivaría la compulsión del personaje.
Los espacios sobre los que se desarrolla el film son básicamente dos. Uno es el ámbito de trabajo de Walter, un aserradero donde trata de pasar inadvertido como una sombra, pero en el cual no tardará en encontrarse con la desconfianza, primero, y el abierto rechazo, después. El otro espacio es su anónimo, despojado departamento, cuyas ventanas dan significativamente a un patio escolar, merodeado por un hombre que no disimula ser un abusador de menores. Más que errores o licencias de guión, se diría que son más bien proyecciones de la conciencia del personaje: una prueba que Walter se impone a sí mismo (mide los pasos que separan su puerta del patio) y un alter ego, un espejo deformante sobre el cual terminará descargando toda su furia, como si se exorcisara a sí mismo.
Mucho menos tranquilizadora es la inquietante secuencia que le da su título al film, cuando Walter sigue a una niña solitaria por un parque desierto. Hay algo de los hermanos Grimm en ese momento siniestro, con la chica vestida con un abrigo rojo, como Caperucita, y Walter a su vez dividido entre el lobo ansioso de poseer a su presa y el hombre del bosque que, en el cuento, es capaz de liberar a la niña sana y salva. Esa escena es también la prueba de fuego para Kevin Bacon, un actor cuya sobriedad siempre tendió a ocultar su talento, pero que aquí –sin resignar esa mesura que le es propia– es capaz de entregar un trabajo excepcional, pleno de pequeños matices y claroscuros y sin el cual la película toda no existiría.