Jue 16.06.2005

ESPECTáCULOS  › WYNTON MARSALIS TOCO EN BUENOS AIRES

Un jazz más de embajadores institucionales que de músicos

Impecables técnicamente y con el prodigioso Wynton Marsalis al frente, la Licoln Center Jazz Orchestra toca sin riesgo.

› Por Diego Fischerman

El jazz tiene un aspecto que sus detractores suelen confundir con frivolidad u onanismo. La sucesión de solos y la exhibición de virtuosismo, dicen, es apenas la muestra del culto narcisista de intérpretes con mucha técnica y poco para decir. Ese aspecto, en que la velocidad y la precisión en la digitación son esenciales, esconde en realidad otra cuestión: el riesgo. En el jazz resulta fundamental poder resolver con imaginación una frase, desarrollar una idea de una manera sorpresiva, en el borde de las posibilidades.
De la misma forma en que no es lo mismo acercarse al arco contrario con la cancha vacía que sorteando una defensa férrea, en esta música no da lo mismo tocar de taquito que hacerlo en el filo de las propias posibilidades del lenguaje. Wynton Marsalis volvió a presentarse en Buenos Aires al frente de la Licoln Center Jazz Orchestra, volvió a mostrar su técnica deslumbrante e hizo gala, nuevamente, de su militancia a favor de las raíces del jazz y de sus estilos anteriores a las revoluciones de los cincuenta y los sesenta. En principio, nada que sea malo en sí mismo. El problema fue, precisamente, la falta de riesgo.
Tocar un jazz absolutamente codificado, estudiado en academias, enseñado en manuales y videos y repetido prudentemente por juiciosos alumnos, ofrece muy pocas posibilidades de eso que, justamente, caracteriza al género: sorpresa, ruptura y, por supuesto, esa sensación de peligro que da moverse en el límite tanto del estilo como del control sobre el instrumento. “Todo lo que tocamos es moderno; al fin y al cabo, nadie echa a la abuela de la casa”, se defendió Marsalis aunque nadie lo atacara. Pero la verdad fue otra. Y el dato no es menor. Porque esas secuencias de acordes, esas maneras de entonar una frase, esas puntuaciones y ese sonido, que en los primeros treinta y cinco años del siglo pasado fueron nuevos –peligrosos, podría decirse– para los músicos de la época, obviamente ya no acarrean ninguna clase de riesgo. Si bien en el comienzo del concierto un tema de Thad Jones y una serie de piezas de Benny Carter llevaron el clima más al universo del swing y de las big bands de concierto de la década de 1950 (derivadas de las de baile, de la década anterior, pero con arreglos más sofisticados y menos centrados en la regularidad rítmica), todo terminó, como en las visitas anteriores, alrededor del blues y de un concepto de jazz institucional, muy a la medida del Licoln Center y más propio de embajadores que de músicos.
La formación con la que llegó la orquesta cuenta en sus filas con intérpretes de gran nivel. Baste como ejemplo una fila de trompetas en la que revistan dos de los solistas más importantes de la escena neoyorquina actual, Marcus Printup y Ryan Kisor, cualquiera de los cuales podría ser líder en una orquesta en la que no estuviera Wynton Marsalis. También el notable baterista Herlin Riley y viejos compañeros de ruta de Marsalis como Victor Goines y Wes Anderson, sumados a un pianista notable como Aaron Goldberg refuerzan la impecabilidad de la banda. Una impecabilidad que transitó también por Duke Ellington y Billy Strayhorn y por la evocación de los sonidos de trenes pero que en ningún momento permitió que aflorara esa cuota de verdadera improvisación que, a falta de otra palabra, todavía se llama jazz.

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