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Las leyes de punto final y de obediencia debida son inconstitucionales y ningún acto fundado en ellas puede oponerse a la investigación y la instrucción de los procesos, al juzgamiento y condena de los responsables de crímenes de lesa humanidad. Este es el territorio común entre los jueces de la Corte Suprema designados por cuatro distintos gobiernos (Raúl Alfonsín en 1983, Carlos Menem en 1991, Eduardo Duhalde en 2002 y Néstor Kirchner en 2003 y 2004). El resto consiste en voluminosos votos propios de cada magistrado, cada uno con sus propios fundamentos, que llevará varios días y varias relecturas desentrañar en todo su alcance.
El único que se opuso fue Carlos Fayt. Para ello debió pasar por alto un voto anterior suyo en la causa por la desaparición forzada de Dagmar Hagelin. Allí había dicho que las decisiones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que ordenaban investigar y castigar estos crímenes eran obligatorias para el Estado argentino.
La causa en la que se pronunció la Corte es paradigmática de los procedimientos del terrorismo de Estado. Una joven pareja fue secuestrada con su hija de meses. El era lisiado y quienes lo torturaban en un campo de concentración de la Policía Federal gozaban en forma sádica quitándole su silla de ruedas y llamándole Cortito porque había perdido sus piernas. La niña fue entregada por los raptores a un coronel del Ejército, pero de los padres nada volvió a saberse. La causa permaneció abierta luego de que Alfonsín promulgara las leyes de impunidad, porque no cubrían la apropiación de los hijos. Pero nada podía hacerse contra quienes desaparecieron a los padres aunque fueran, como en este caso, los mismos funcionarios policiales, Colores y el Turco Julián. Cuando las Abuelas consiguieron que fueran procesados y detenidos por la retención y la sustitución de identidad de Claudia Victoria Poblete, el CELS pidió que también se los juzgara por la desaparición forzada de José Poblete y Gertrudis Hlazik. Para que ello fuera posible, era preciso remover esos estatutos de la impunidad y así lo hizo en marzo de 2001 el juez federal Gabriel Cavallo. Apenas dos semanas después, la Corte Interamericana sostuvo en un caso similar del Perú que las violaciones graves a los derechos humanos no prescribían ni era admisible que se perdonara a sus autores. Esto indicó que la solicitud del CELS confirmada por la sala II de la Cámara Federal (Cattani, Irurzun y Luraschi) estaba a la altura de los desarrollos jurídicos más avanzados del sistema interamericano. La reiteración de la nulidad de esas leyes en otras jurisdicciones del país, los sucesivos dictámenes de dos titulares de la Procuración General de la Nación abrieron el camino para la decisión de ayer. Ese fallo culmina también una serie de decisiones anteriores de la Corte, aun con su conformación anterior, acerca de la primacía del derecho internacional de los derechos humanos sobre la legislación interna y la imprescriptibilidad de este tipo de delitos (causas Priebke, Videla, Hagelin, Arancibia Clavel, en las que votaron hasta Nazareno, Moliné y López) y la obligatoriedad de las decisiones de la Corte Interamericana (causas Ekjmedkian y Giroldi).
De este modo, uno de los poderes del Estado concurre a apuntalar el edificio institucional, al que estas leyes aberrantes le habían carcomido su pilar central: hasta ayer era posible castigar todos los delitos, salvo los más graves. Esta reverencia indebida ante el poder de la fuerza minó la confianza social en la justicia y fue el punto inicial del descrédito de las instituciones, implacables con los débiles, dóciles ante los poderosos y volcadas a servir las conveniencias de sus propios integrantes. La justicia no es un poder representativo, ya que sus integrantes no son elegidos por el voto popular, pero si le castran su función de control de los otros poderes se abre el camino a la arbitrariedad, la inequidad y la corrupción. Y ningún poder más omnímodo hubo en la Argentina que el ejercido por la Junta Militar sin el menor contrapeso ni equilibrio. Por eso, la retribución por los crímenes del pasado no es tan importante como el mensaje para el presente y para el futuro que implica. Cuando un derecho es violado desde el poder, hay a quien recurrir, dice entrelíneas ese texto. Por supuesto, la sociedad civil (ya sean ahorristas estafados, jubilados en la miseria, familiares de víctimas de una tragedia, militantes sociales castigados por reclamar lo que les corresponde) debe tomar ejemplo de los organismos de derechos humanos que no claudicaron ni siquiera en el peor momento, cuando todo parecía configurarse en contra de su reclamo, en los años nefastos de la plata dulce y la convertibilidad que anestesiaban algunas conciencias de despertar tardío. Y aprender a elegir a su enemigo, lo cual no es un detalle menor.
Ayer, luego del fallo, se abrió otra discusión, acerca del lugar y la modalidad de cumplimiento de la prisión preventiva y de la pena. Es irritante para la sociedad e inadmisible desde el punto de vista de la equidad, que los Astiz&Cía. gocen de alojamientos de lujo mientras los procesados o condenados por delitos menores (es decir todos los demás, porque nada hay peor de lo que ellos hicieron) se pudren en cárceles vergonzosas. Lo mismo ocurre con los arrestos domiciliarios para quienes tienen más de 70 años. La combinación de ambas circunstancias produce un efecto de burla a la sociedad, que nada tiene que ver con la justicia.
Pero debe cuidarse la respuesta institucional. La posibilidad de que al cumplir esa edad un procesado/condenado tenga como prisión su propio domicilio es inobjetable. Por el contrario, debe exigirse que los jueces concedan ese beneficio a todos los detenidos a su disposición, luego de analizar las características específicas de cada caso. Lo que con toda razón indigna es que sólo a los autores de crímenes contra la humanidad se les permita gozar de lugares de privilegio prestados por algunos de quienes se beneficiaron durante su gestión (como Bussi y Menem, por ejemplo) o adquiridos con la rapiña de los bienes de sus víctimas (como Massera). Tampoco contribuye a edificar la idea de igualdad ante la ley que los procesados por secuestrar, torturar y asesinar en forma alevosa sean conducidos a unidades militares, donde viven como en un country. No sería razonable convertir los cuarteles en lugares de peregrinación de amigos y familiares (algunos de ellos uniformados, dada la endogamia castrense) que fomenten un malestar que hoy no existe. Luego de muchos años de esfuerzos de organismos de derechos humanos y familias de las víctimas, apenas ha habido pruebas como para conseguir la prisión preventiva de un centenar y medio de militares y policías, de los cuales no más del 3 por ciento está en actividad. Ahora que la Corte ha desbloqueado la posibilidad de llevarlos a juicio, llegarán a ser 300 o a lo sumo 400, de los cuales apenas 10 o 20 en actividad. Por cierto, el Estado también debe velar por su seguridad, para que el odio de la sociedad no conduzca a la justicia por propia mano en una cárcel común que nunca practicaron las víctimas de la dictadura. Desalojar una cárcel modelo de las inauguradas por De la Rúa, Duhalde o Solá en los últimos años y reservarla sólo para los jefes y esbirros de la dictadura o construir un establecimiento penal sólo para ellos como hizo Chile con Punta Peuco, es la mejor solución, respetuosa de los derechos de todos. De eso trata el fallo de ayer.
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