ESPECTáCULOS
› TENDENCIAS DETRAS DEL ESTRENO DE “LA MASACRE DE TEXAS”
Síntomas de una sociedad aterrada
La casa de cera y La marca de la bestia también saturan de crímenes masivos la pantalla, en un incremento del horror explícito.
› Por Julián Gorodischer
Las masacres del cine 2005 imaginan una ciudad amurallada, pero la escena del crimen será siempre en las afueras campestres. Entre los yuyos ataca el hombre lobo de La marca de la bestia (de Wes Craven, aún en cartel) y, en zona rural, ocurren los sucesos de La casa de cera, remake de la original de 1953 versionada por el catalán Jaume Collet Sera. Al menos en La masacre de Texas, que se estrena hoy, la elección del escenario no es trivial: leatherface, con su motosierra asesina, ataca en plena llanura texana, y se liga al menos por lugar de origen a la dinastía de los Bush: la cantidad de muertos que produzca cada clan, en ficción y actualidad política, podrá considerarse apenas una anécdota. “Si se traslada La casa de cera a la Argentina –ironiza el crítico Sebastián De Caro–, habría que pensar destinos posibles para ese odio al sureño, a la gente de provincia. Es como si acá se hiciera una película sobre cordobeses asesinos.” Si la masacre de película es un síntoma social, aquí se propone la utopía del paraíso urbano y el castigo para todo aquel que se atreva a dar un paseíto; cualquier aventurero moriría.
En La masacre de Texas (remake de la original de Tobe Hooper, de 1974) el retrato del asesino de campo llega más lejos: se agrupan maliciosamente en una comunidad complotada, en familia ensamblada que protege a ese tierno niño (el loco de la motosierra) tejiendo una trampa a los cinco carilindos sorprendidos rumbo al recital en Dallas. Se impone, como una fija del análisis, la lectura social. El boom de masacres (a las mencionadas se agregarán en breve La guerra de dos mundos, de Steven Spielberg, y The Devils Reject, de Ron Zombie), ¿es la expresión paranoica del terror a ese otro extraño post 11 de septiembre de 2001? ¿O es la búsqueda comercial de un terror menos satírico, en reacción a la tradición reciente que impusieron Scream & Co? Dice Stella Martini, titular de la cátedra Comunicación II (UBA), que “el crimen con masacre se liga a un estado de terror generalizado en los Estados Unidos, a una cosa típica de la sociedad norteamericana que desconfía de los demás porque pueden impedirle el ascenso personal, con poco imaginario de hacer historia en conjunto. Ya no basta con mirar a los extraterrestres y los vietnamitas; el horror puede estar en el interior de la familia”.
El verdugo es un hijo pródigo de la franja sureña de los Estados Unidos, ultracatólica, wasp, considerada como la base rural del Imperio, pero tristemente afectado por algún pequeño problemita físico: cara destruida por el ácido, máscara deforme, hiperpilosidad de hombre lobo hasta construir la alegoría del castigo a la belleza. El monstruo se ensaña siempre con jóvenes carilindos que, en La casa de cera, incluyen hasta a una ninfómana Paris Hilton, aquí descerebrada por una empalada fulminante del asesino. El que masacra es un resentido contra el musculoso al que clava en un gancho y deja colgando como Cristo rubio y mutilado (en La masacre de Texas), o un envidioso de esos baby faces que lo invaden en su poblado armado para vivir en soledad (en La casa de cera), con frecuencia corporizado en la figura del camionero. ¿Por qué vuelven sobre ese oficio? “Lo que más me importa es la definición del asesino –asume Berta Muñiz, de la productora Farsa de cine gore y bizarro–. ¿Por qué tantos camioneros? Tal vez porque son gente sola que quiere estar más sola aún. ¡Por eso empiezan a matar gente!”
¿Será posible salirse de la oposición entre pacatos y excedidos? ¿Siempre hay una vuelta de tuerca a las influencias de una moral sexual? Dos de las masacres que se reseñan son formas de castigo a una liberalidad excedida: en La masacre de Texas los chicos hi- ppies fuman y trafican marihuana, se besan apasionadamente, andan con poca ropa por una llanura acostumbrada al recato y lo pagarán; en La casa de cera el grupo de jóvenes recibirá la reacción lógica del loco campestre frente a su agrupamiento como tribu sexual ciertamente promiscua, que acampa haciendo bulla y exhibiendo el topless de Paris Hilton. El ermitaño no lo perdonará. Sólo La marca de la bestia invirtió la causa de la prueba: aquí la mordida del hombre lobo erotiza y transforma a la víctima, que junto al calvario recibe una bocanada de sensualidad. El contexto, sin embargo, no se modifica. “Vuelve el miedo que cae del cielo –analiza el ensayista cordobés Miguel Peirotti–. Se verá también en La guerra de dos mundos, de Steven Spielberg, que era un abanderado de los ET buenos y que, después de los atentados, entendió que era momento de reeditar otro género. Los americanos han vuelto a sentir el horror: ya sea un misil, una guerra o un objeto extraño. Reaparece el rostro deforme no americano.”
Berta Muñiz, de Farsa Producciones, dice que estaba harto de escuchar el grito de la rubia y ver sólo al gato adentro del placard. Pues bien, en éstas sobran escenas explícitas: sal en la rodilla del amputado, primer plano de dientes y sesos en el asiento, cuerpos despellejados y rellenos con cera, canibalismo. ¿Puro morbo? “La masacre lleva a pensar en una sociedad armónica que no existió nunca –dice Stella Martini–. La idea es que si nos aislamos de los otros amenazadores vamos a poder vivir en paz.” La cosa explícita deberá aparecer sin la distancia del gore (que caracterizaba al original de La masacre...), por fuera de la herencia cómico-sanguínea de John Waters, más afines al tono solemne del reciente Batman inicia que al tono de los murciélagos de Tim Burton. Las masacres que llegan no tienen nada de una falsa alarma, se apartan de la lógica paródica de Scream o El hijo de Chucky, se solemnizan con la convicción de que el terror profundo sí existe y está sólo a unos pocos kilómetros de la ciudad.