Jue 23.06.2005

ESPECTáCULOS  › “LA SECRETARIA DE HITLER”, IMPERDIBLE

Una sola imagen que vale más que toda una superproducción

El documental de André Heller y Othmar Schmiderer, una de las fuentes de La caída, se impone por su rigor y su despojamiento.

› Por Luciano Monteagudo

En la crítica de La caída que publicó Página/12 con motivo del estreno de la película protagonizada por Bruno Ganz, se citaba como una de las fuentes del film el testimonio de Traudl Junge, secretaria privada de Adolf Hitler, en un documental austríaco titulado Im toten Winkel (“En el punto ciego”), presentado en el Festival de Berlín 2002. Y se decía: “Allí donde el documental elegía el despojamiento absoluto para destacar el valor intrínseco de esos dichos, la película escrita y producida por el zar del cine alemán Bernd Eichinger (responsable de éxitos internacionales tan anodinos como El nombre de la rosa, La casa de los espíritus y En un lugar de Africa) prefiere la reconstrucción de época fastuosa, la superproducción poblada de actores y extras, la música enfática y una dramaturgia plena de lugares comunes y subrayados. El efecto que consigue es el de la banalización y la superficialidad para un tema que hubiera requerido del máximo rigor y profundidad”.
Ahora, la misma compañía distribuidora de La caída decidió estrenar (en una sola copia, en el cine Cosmos) este documental ejemplar, que es plenamente consciente de la responsabilidad que implica el material que tiene entre manos y que busca –y encuentra– la mejor manera de exponerlo. A los 82 años y después de más de medio siglo de silencio, Traudl Junge –fallecida inmediatamente después de hacer el film, como si éste hubiera sido su testamento– decide hablar y contar su experiencia. Y los cineastas André Heller y Othmar Schmiderer la escuchan y la registran con la máxima atención, casi sin apelar a cortes de montaje ni a manipulaciones de ningún tipo. Es tan vívido, tan preciso, tan articulado el relato de Frau Junge que los realizadores prescinden de todo –imágenes de archivo, música, comentarios– y logran que un único plano de una sola persona hablando a cámara sea infinitamente más expresivo, elocuente y emocionante incluso que todo el vano despliegue de producción de La caída.
Es notable lo que consigue el documental: sin que haya una sola imagen del monstruo, la figura de Hitler parece materializarse en las palabras de Junge, a tal punto que toda la esforzada composición de Ganz en La caída parece inútil. A su vez, el documental aprovecha muy bien la conciencia crítica y la capacidad de autocuestionamiento de Frau Junge, no sólo en su condena explícita a la persona que alguna vez fue, sino también cuando la filma observando su propio testimonio en un monitor. Esa imagen reflejada en un espejo electrónico parece quitarle el aire, como si descubriera en sí misma algo que no había visto hasta entonces, aquello que el destino singular de esa mujer alemana reflejaba de todo un pueblo, enceguecido por la figura de Hitler.
Sin haber estado nunca afiliada al partido ni tener conexiones familiares, la joven Junge ganó un concurso de máquina y taquigrafía, que le valió un puesto de trabajo en la Cancillería. Su eficiencia hizo que al poco tiempo fuera ascendida a secretaria del mismísimo Führer. “En 1933, cuando Hitler subió al poder, yo tenía 13 años y crecí bajo su influencia, como tantos otros alemanes. Debo reconocer que en 1942 no tenía motivos para negarme a hacer ese trabajo. Más bien todo lo contrario”, reconoce esta mujer que, hacia el final de su vida, se resiste a perdonar la ceguera de su juventud. “Para conseguir la sumisión de la conciencia de todo un pueblo es necesaria una gran organización”, reflexiona con frialdad Frau Junge. “Y los alemanes somos muy buenos organizando...”, concluye.
El trabajo de la joven Junge consistía en leer la correspondencia que recibía Hitler (“Muchísimas cartas de amor, que le mandaban las mujeres”) y en tomar dictados de sus propias cartas y discursos. “Siempre hablaba de grandes ideales, en abstracto, nunca pensaba en dimensiones humanas”, recuerda. Según ella, la palabra “judío” nunca se mencionó en su presencia, salvo una sola vez, cuando una invitada de Hitler a su casa de descanso en la montaña osó sacar el tema. Frau Junge nunca más la volvió a ver.
En la intimidad de su despacho, Hitler utilizaba, según Junge, un tono muy diferente al de sus gritadas apariciones públicas. Era de modales suaves, por demás caballeroso y hasta paternal. Tenía problemas digestivos, que trataba de resolver homeopáticamente, y le gustaba distraerse jugando con su perra Blondie, de quien sus ladridos, decía Hitler, le hacían recordar la voz grave de su cantante predilecta, Zarah Leander. Dato curioso: hacía retirar de su presencia ramos o floreros. No le gustaban “las flores muertas”, en palabras de Frau Junge. Si hay un momento particularmente impactante del film es el monólogo final, casi 25 minutos ininterrumpidos en los que Frau Junge narra con asombrosa precisión los últimos días de Hitler y su entorno en el búnker, una suerte de Götterdamnerung desquiciado, la caída de esos dioses de barro al polvo de la derrota, la miseria y la locura.
Recluidos bajo once metros de concreto, Hitler, Eva Braun y la familia de Goebbels, incluidos sus hijos pequeños, pasaban sus días pensando en la manera más eficaz de quitarse la vida. Según Junge, Hitler estaba más paranoico que nunca y dudaba que las pastillas de cianuro que le había proporcionado su médico personal fueran realmente veneno y no un somnífero, para capturarlo con vida. Para asegurarse, las probó en su querida Blondie, que emitió un último aullido, seguramente indigno de la Leander. Mientras tanto, decidió formalizar su relación con Eva Braun, que pasó a ser “Frau Hitler” entre bailes, música de acordeón y brindis con champagne, al mismo tiempo que su marido dictaba el testamento a su secretaria. Frau Junge cuenta que por entonces ya todo el mundo fumaba en presencia de Hitler. El Führer ya no inspiraba respeto.
De esa instancia final, un recuerdo muy claro que se desprende del relato de Junge parece ilustrar la teoría de la banalidad del mal que planteaba Hanna Arendt. En una pausa del bombardeo ruso a que era sometido entonces Berlín, Eva Braun se anima a salir a la superficie del búnker y descubre la estatua ilesa de una sílfide, que la cautiva. Al volver al refugio, se la pide a Hitler quien, indignado, se la niega, alegando que no era de ellos, sino propiedad del Estado y que no podían disponer a su arbitrio de bienes ajenos. El hombre que había asesinado a seis millones de personas era muy respetuoso, eso sí, del patrimonio cultural alemán.

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