ESPECTáCULOS
› PRESENTO UN NUEVO ESPECTACULO EN MADERO TANGO
Las mudanzas de Tata Cedrón
El cantante, radicado nuevamente en Buenos Aires después de haber vivido treinta años en París, musicalizó con su habitual sensibilidad una serie de poemas inéditos de Homero Manzi.
Juan “Tata” Cedrón pasó sus últimos treinta años en París, exiliado, como tantos. Si aquí había empezado a delinear un rumbo musicalizando a Juan Gelman, por ejemplo, en tierra extranjera lo profundizó. Fue un camino personal y de algún modo solitario, aunque siempre haya formado un equipo con sus compañeros del Cuarteto Cedrón, o haya trabajado para dejar escuela, como con la orquesta La Típica –que recreó estilos de las formaciones históricas del tango con jóvenes ejecutantes–, que sigue trabajando en Francia. La cuestión es que Cedrón siguió haciendo lo suyo. Cada tanto, sin hacer mucho ruido, cruzaba el océano y daba aquí un par de conciertos siempre íntimos, siempre emotivos, como quien cuenta en qué anda. Hasta que, el año pasado, invirtió el orden de los factores: volvió a Buenos Aires, al barrio de Boedo, ese con el que ahora está fascinado. Comandó desde aquí su cuarteto, con el resto de los integrantes todavía en Francia. Y editó Piove en San Telmo, un notable disco que hace pie en el lunfardo de Luis Alposta, Carlos de la Púa, Dante A. Linyera o Nacho Whisky.
Hace poco se dio otro gusto: musicalizó una serie de poemas inéditos de Homero Manzi, custodiados por su amigo Acho, hijo del poeta. Con este repertorio, Cedrón se presentó en Madero Tango, una tanguería relativamente nueva ubicada hacia el final del paseo de Puerto Madero (Alicia Moreau de Justo y Brasil), en un concierto que se repetirá mañana, junto a los guitarristas Felipe Traine y Carlos Martínez.
A priori parecería que la moderna tanguería, que ofrece un menú firmado por Martiniano Molina, no tiene demasiado que ver con una propuesta como la de este guitarrista que canta tango como arrastrando cada imagen poética y que se ha dedicado a musicalizar a gente como Gelman, Raúl González Tuñón, Roberto Arlt, Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Dylan Thomas o Bertolt Brecht. Pero Cedrón aparece en el escenario, presenta al guitarrista Felipe Traini (“mi compañero de hace muchos años”), empieza a cantar Bandera baja-Ella se reía, de Enrique Cadícamo, y para cuando termina queda claro que podría estar allí como en tantos otros lados, porque ha vuelto propio el escenario.
Antes que él, la agrupación Tangovía Buenos Aires, liderada por el pianista Andrés Linetzky, esta vez con el reemplazo de Diego Schissi, había hecho un repertorio de hits como Por una cabeza, Caminito o La cumparsita, cortados por algún tema de Agustín Bardi y por Nocturna, de Julián Plaza, uno de sus fuertes. Y la compañía de tango No Bailarás había hecho un despliegue muy erótico y moderno, con más o menos aciertos, según los casos. Con la llegada del Tata, el clima cambia rápidamente, y los comensales extranjeros se sorprenden cuando escuchan que hay alguien que esa misma noche está estrenando tangos frente a ellos: ¿cómo? ¿no era que el tango era algo añejo?
Entonces Cedrón anuncia que va a cantar por primera vez En un corralón de Barracas, una letra de Homero Manzi que él musicalizó porque su amigo Acho –presente esta noche– tuvo el buen gesto de mostrárselo. “Cuando Acho me dio esas poesías de su padre me puse a temblar”, dice. “El premio más grande de mi vida fue haber podido musicalizar a este poeta.” Entonces encara el único tango viejo de Manzi de la noche, pero a la Cedrón: canta, recita, dice de nuevo Ninguna. Después siguen los estrenos: Mala estrella, o una milonga que habla de una raza de caballo llamada frisón, que Cedrón cuenta que descubrió por Internet: “Son unos caballos percherones, grandotes, que a principios de siglo se usaban para sacar arena. Tienen un pelo increíble, como violeta. Son lindos como chicas. Y Manzi se enamoró de estos caballos, por supuesto”.
La segunda parte del concierto está dedicada a los tangos carcelarios. Llega Araca, corazón, y Cedrón recuerda que Baudelaire supo escribir Calláte, corazón. Entonces dice de nuevo también a Gardel, le imprime su sello. Y queda claro: cierta elite tradicional tanguera podrá negarlo, excluirlo de su podio dorado de elegidos. A quién le importa. Pocos serían capaces de exprimir como el Tata Cedrón toda la poesía que guarda el tango.
Cedrón canta y revive con gran sensibilidad una lejana Buenos Aires, una aldea de calles empedradas donde resuenan los gritos portuarios, los cascos de caballos, los pregones de carreros, el trajín de los corralones. O aquella otra con lluvias en lunfardo, compadritos desarmados por un metejón, chiruzas endomingadas, virgencitas criollas. Todas ellas, voces tan distintas a las que se escuchan hoy alrededor de la ribera porteña. Son otras voces, otros sueños. Afuera la bruma cae como un telón pesado sobre el Río de la Plata, tapa los edificios que antes se recortaban en el cielo, dibuja otros espacios. La noche invita a imaginar otros lugares, mudanzas, casas nuevas.