ESPECTáCULOS
› HACE HOY DIEZ AÑOS, MORIA EL EXCEPCIONAL MUSICO ESPAÑOL CAMARON DE LA ISLA
El hombre de la luna nueva, el que cantó más hondo
Fue al flamenco lo que Bob Marley al reggae: un profeta que convirtió en universal la música de un pueblo. Como él murió joven, a los 42 años, cuando ya era una leyenda.
Aportó a la historia del género una personalidad explosiva como cantante y retraída fuera de los escenarios, acaso por sus combustiones internas, muchas de ellas alentadas por los consumos excesivos.
Por Guillermo Pellegrino
José Monje Cruz, “Camarón de la Isla”, nació el 5 de diciembre de 1950 en la isla de León, próxima a Cádiz. El mundo flamenco lo identificó siempre con ese apodo. “Es que yo era muy blanco y muy rubio”, recordó cuando era un famoso cantaor. “Un día vino un tío mío y me dijo: ‘eres tan blanquito que pareces un camarón’. Así nació el sobrenombre”. Como casi todos los niños de la isla, creció recogiendo mariscos, jugando en las calles y disfrutando de las fiestas flamencas que por las noches improvisaban en su casa, uno de los ritos que más lo entusiasmaban. Como buen descendiente de gitanos, el niño José no aguantó mucho el rigor del estudio, abandonó la escuela y comenzó a trabajar con su padre en una herrería. “Se llamaba Luis y era gitano”, contaba. “El no cantaba porque tenía asma, lo cogió en los años del hambre trabajando día y noche en los tranvías, mojándose hasta el alma. En realidad cantaba cuando se tomaba cuatro copitas, pero después, por el esfuerzo, la pasaba fatal”. Con su madre, José tuvo una relación estrecha. Evocarla lo atormentaba: “Mi mare, Juana, también era gitana, de ella aprendí todo lo que sé del cante. Ella sí que lo hacía bien, aún me vienen a la mente las veces que me cantaba de pequeño... Pero prefiero no acordarme de esas cosas”.
A los 8 años, Camarón debutó como cantaor amateur en la Venta de Vargas, un local de la isla de León. En la Andalucía de mediados de siglo las ventas eran, junto a los tablaos, los únicos locales que les permitían a los gitanos ganarse la vida con lo que más amaban: el flamenco. En una de esas primeras actuaciones lo escucharon cantar dos importantes figuras del cante: La Niña de los Peines y Manolo Camarón, a quienes José Monje siempre recordaría como sus padrinos profesionales. El rumor de que un niño prodigio cantaba en las fiestas empezó a correr, y pronto lo contrataron desde Sevilla. A pesar de que el canto flamenco lo apasionaba, sus fantasías de entonces estaban orientadas a triunfar como torero, oficio en el que llegó a tener una experiencia no muy satisfactoria. Después de ese paso en falso confirmó que lo suyo era el cante. Así fue que, con sólo 16 años, realizó su primera gira. Se instaló dos años en Málaga para luego recalar en Madrid, donde adquirió fama de bohemio y rebelde.
La capital española le parecía fría. Añoraba su tierra. Ese sentimiento lo hizo carne en versos: “Solo, me encuentro muy solo/ Cuando me miro al espejo/ Ya no sé ni lo que digo/ Vivo con el pensamiento/ Sin un amigo...”. Sufría. Mataba la soledad con copas, juegos y, de vez en cuando, la compañía de alguna mujer. “Cuando con 17 años llegué a Madrid yo era así rubillo y apañaíto, era normal que tuviese chavalas. Pero no reparaba en que fueran más guapas o más feas, siempre andaba buscando el fondo de las personas. Sé, por conocimiento, diferenciar lo bueno de lo malo y me doy cuenta de las cosas antes de que sucedan. Para mí la mujer sería una guitarra, la compañera del cante, la novia...”. En esos días madrileños conoció a Paco de Lucía y a Manolo Sánchez, padre de Paco, quien poco tiempo después se convertiría en el mentor de su debut discográfico.
A los 25 años, Camarón se casó con una joven de 16 llamada Dolores Montoya, “La Chispa”, quien además del hombre admiraba al artista: “Su cante es diferente a todos, te da una alegría que te quita la depresión. Te lo pones planchado por la mañana y ya te disparas. Un cante de él para mí es como el sol”, decía. En esos primeros años de casado, Camarón disfrutó junto a “La Chispa” de una vida tranquila. “Vivo en una casita entre olivos y viñas –comentaba–, quiero respirar el aire y estar en contacto con la naturaleza. Allí me siento feliz con mi mujer y mis hijos. No salimos mucho, lo que más me gusta es comerme un lenguado, meterme conlos amigos en un cuarto chiquito y cantar por siguiriyas o por soleás, lo mío de siempre.”
Es difícil comprender el cante de Camarón de la Isla si no se penetra en su personalidad. Camarón era, por encima de todo, un gitano de pura cepa, un artista orgulloso de su raza, un amante del flamenco. “Sé que tengo algo –reconocía–, un duende que viene y que se va. Y ni yo mismo sé por qué. Creo que el duende puede darse en todos los oficios, pero no se puede explicar. De pronto hago cosas que nunca he hecho y que sé que nunca voy a volver a hacer porque no sabría repetirlas. Eso podría ser el duende.” Su timidez lo alejó de ciertos círculos. El artista creció y se convirtió en un ser retraído y frágil. Quienes lo conocieron bien coinciden en que así como era un hombre coherente en todas sus reacciones, lo era también en sus soledades, en sus encierros o en sus desapariciones repentinas.
Camarón solía decir que hacía flamenco como terapia emocional: “Alivia las penas, me quita las cosas que a veces se me meten en la cabeza. Antes de salir a un escenario me tiembla el cuerpo, estoy que no conozco a nadie, pero arriba se me pasa cuando siento al público contento con un sonido bueno. Yo no hago nada que sea solamente mío, pero pongo mi alma y mi personalidad y sale como lo siento.” Le gustaba el público caliente aunque, en determinadas ocasiones, eso también lo agobiaba. “A veces te piden cantes que en ese momento no sientes y entonces, ¿cómo los vas a hacer? Que pidan determinadas cosas de vez en cuando está bien, pero que te las pidan siempre me pone nervioso. El flamenco hay que oírlo cómodo, tranquilo, y uno debe estar muy centrado para cantar. Tienen que dejarte, porque si no sale todo muy disparatado.”
Ningún artista flamenco facturó tanto en la historia como el cantaor isleño. A pesar de que el flamenco siempre fue un género de pequeños locales, Camarón, tal vez limitado en su creatividad, escapó del circuito de tablaos y festivales y trasladó su carisma a grandes sitios, lo que llevó a mucha gente a hacer hincapié en su interés por el dinero. Siempre hubo, en cuanto a este tema, versiones muy contradictorias. Sus allegados aseguran que Camarón utilizaba el dinero para dar de comer a su familia y pagarse sus caprichos. “El dinero no lo es todo en la vida, y si por ganar, ganar y ganar, te vas a matar en una carretera pues no compensa mucho”, decía el cantaor luciendo, orgulloso, anillos y cadenas de oro macizo. En el libro Camarón, se rompió el quejío, Andrés Rodríguez Sánchez afirma que esto no lo hacía con la ostentación que los payos le adjudicaban, y que no era más que un síntoma del gusto que todos los gitanos tienen por el preciado metal. Nunca dudó en salir al cruce de esas críticas o tomar enérgicas posturas frente a los problemas de su gente. “Si los gitanos estamos marginados en España es por culpa de los ‘quinquilleros’ y de los ‘mercheros’, que no son gitanos y que son los que matan y roban; nosotros no hacemos nunca nada, lo máximo que un gitano ha hecho fue robar una gallina o un cochino para poder comer.”
En 1982 las drogas estuvieron a punto de poner fin a su carrera. Fue en ese momento que Camarón confesó su hastío profesional y comenzó a criticar a las discográficas. “Dicen que soy muy despreocupado. Nada de eso, despreocupados son ellos, que sale un disco mío y en lugar de enviarme a mí el primer disco se lo mandan al productor... Coño, ¿quién es el que canta, el productor o el artista?” Después de un largo período en el que luchó para reponerse de su adicción a la cocaína realizó, en 1988, el primer intento de exportar el flamenco fuera de sus fronteras habituales: cantó en el Cirque d’Hiver de París ante una nutrida concurrencia. Regresó satisfecho de esa aventura, aunque no dudó en criticar a grupos franceses como los Gipsy Kings que, según él, manipulaban la estética flamenca. “Me quedé muy sorprendido en Francia. Había algunos españoles entre el público, pero sobre todo eran franceses. Tenían un respeto y una ‘cosa’ que me hacía tomar una gran responsabilidad. Nuestra música gusta afuera,pero en lugar de llevar el flamenco serio, lo están comercializando de mala manera. Me da pena.” A fines de la década del 80 y principios de los ‘90, el cante jondo siguió atravesando fronteras. Camarón actuó en Nueva York, en el famoso festival de Montreux (Suiza), entre otros importantes escenarios europeos.
El 2 de julio de 1992 la muerte lo sorprendió. Tenía 41 años. Fue un golpe duro para toda la comunidad gitana. El cantaor de la Isla había sido para el flamenco lo mismo que Bob Marley para los rastas o Miles Davis para el jazz negro. Ramón Jiménez, tío de “La Chispa”, fue el último en hablar con él. “José sabía que se iba. Estaba triste, pero sereno. Preguntó a ‘La Chispa’ por los críos y se durmió”, recuerda entre sollozos. Esa noche, en el cielo gaditano brillaba la misma luna nueva que Camarón llevaba tatuada en la mano izquierda. Nada parecía casual.
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