En 1988, un film neozelandés –Navigator, de Virgil Ward– revelaba al público de Cannes los fantasmas y las potencialidades de un país. Nueva Zelanda se veía a sí misma como olvidada, al otro extremo de todo y de todos, y al mismo tiempo como una reserva de pureza, de valores religiosos, morales y ecológicos. No es extraño que Peter Jackson haya querido aprovechar el formidable plató natural que es su país –playas, marismas, cadenas montañosas, lagos, grandes bosques, zonas sin población, etcétera– para situar ahí, con la ayuda de 26.000 soldados dispuestos a servir como extras, el país imaginado por Tolkien, la Tierra Media y el reino de Rohan. Para El Señor de los Anillos, Jackson transformó las dos islas principales de Nueva Zelanda en ese territorio mágico: Rohan está al pie de los Alpes locales, a la altura de Dunedin; el país de los hobitts corresponde a Matamata, en los alrededores de Hamilton; en la región de Queenstown están tanto el bosque de Fangorn como la montañas perdidas, las montañas blancas y la fortaleza de Bruinen; cerca de Wellington, la ciudad en la que vive Jackson, se acumulan la mayor parte de las locaciones, la puerta negra de Mordor, el jardín de Isengard y el río Anduin.
La película dio trabajo a más de 20.000 personas y, debido a la larga duración del proyecto y a su carácter “nacional” –la inmensa mayoría del equipo es local–, sirvió para mejorar infraestructuras y difundir el prestigio de los técnicos y artistas, ya sean maquilladores, especialistas en efectos digitales, decoradores, diseñadores, responsables de la fotografía o el sonido. El personaje de Gollum, interpretado por Andrew Serkis y transformado por las computadoras en una suerte de feto de Peter Lorre, es el resultado de ese buen hacer profesional mundializado del que ahora también puede enorgullecerse un Jackson que no imagina continuar su carrera lejos de sus amadas islas.