Mar 28.10.2003

ESPECTáCULOS • SUBNOTA  › OPINION

Siete días sin naranjazos

› Por Eduardo Fabregat

Los festivales ya no son lo que eran. En la década del ‘80, la conformación de un cartel multiestilístico llevó a que –por ejemplo– Piero y V8 compartieran el mismo día del BA Rock IV, con las consecuencias previsibles. Durante años, La Falda fue sinónimo de un descenso a los infiernos de la intolerancia que significó escupitajos a las “mujeres del rock” (Celeste Carballo, Hilda Lizarazu, Viuda e Hijas de Roque Enroll, Fabi Cantilo, etc.), naranjazos a Los Abuelos de la Nada, Los Encargados o Miguel Cantilo & Punch, y escenas de caos absoluto como aquel cierre en el que Charly García terminó apostrofando a la concurrencia con un inolvidable “Cordobeses hijos de puta, yo no me voy a morir acá, me voy a morir en Hollywood”. Los mismos prejuicios provocaban entre la gente batallas campales que garantizaban la primera plana de Crónica.
La era del mestizaje musical, el recambio de público y la mayor conciencia de que el enemigo estaba en otra parte operaron los cambios necesarios para que la palabra festival no significara, invariablemente, un dolor de cabeza. Si la gira del Nuevo Rock Argentino contaba con un paraguas protector que diluía fronteras de estilo, el Cosquín Rock modificó los sistemas de relación entre músicos y público y le fue dando forma a un código de convivencia que redujo las hipótesis de conflicto, reduciéndolas más a la fricción con la policía que a las discusiones internas. El último Cosquín, para dar un dato relevante, congregó más gente que la usual cita folklórica.
Por esos y otros motivos, el Quilmes Rock Festival fue todo un desafío. Convocar a todos esos músicos, llamar a semejante ceremonia colectiva en la cancha auxiliar de River, abría una multitud de interrogantes que se fueron resolviendo sobre la marcha, pero que a fin de cuentas les dieron muy poco de comer a los titulares catástrofe. Ni siquiera el atropello de suspender una fecha, la del sábado 18, por “cuestiones climáticas” harto discutibles (de hecho, ya se hablaba de la suspensión desde la noche anterior, cuando no había caído una sola gota de lluvia), llegó a provocar un ánimo beligerante en la gente. Esa masa de público se puso el festival al hombro, disfrutó lo que había que disfrutar, prefirió ignorar al que no le interesaba en vez de hostigarlo (salvo ejemplos muy aislados) y concedió su presencia y su fervor para que el asunto quedara en las páginas de espectáculos y no en las policiales. También es cierto que en la lista no aparecían Los Piojos y La Renga, dos grupos de alta convocatoria y de público aguerrido. Pero, por una vez, la música calmó a todo tipo de fieras, y dejó esta impresión de que los festivales ya no son lo que eran. No deja de ser una buena noticia.

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