ESPECTáCULOS
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El mismo Pino, el mejor Pino
› Por Mario Wainfeld
En la película de Pino Solanas los edificios hablan. En una serie de escenas deslumbrantes, sus cámaras recorren los pasillos del Banco Central, del Ministerio de Economía, del Congreso, de la Rosada. Pasillos vacíos, muchas veces suntuosos, a menudo un tantín barrocos. Esos pasillos dicen que el poder es distante, es hueco, es formal, es muchas cosas indeseables. Ni falta hace que las palabras acompañen estas pinceladas: las cámaras recorren los pasillos, no se escucha siquiera una voz en off y los inmuebles hablan. O, si usted prefiere ser más preciso, confiesan.
También hablan las casas tapiadas de un pueblo fantasma de la Patagonia, donde alguna vez campeó sus fueros YPF. Por entonces había trabajadores, negocios y hasta un cine que se llamaba Petroleum. En ese caso, Pino no opta por el silencio o la música. Recorre el pueblo con quienes, en un pasado ya remoto, vivieron y trabajaron allí. Son hombres orgullosos, bien entrazados, templados en sus modales pero heridos en su dignidad. Se quedaron sin laburo, sin un lugar el mundo. Trasuntan tristeza especialmente porque (estimulados por el director que quiere escucharlos y no transformarlos en machieta) no sobreactúan, no gritan, no posan de víctimas. Lo son y ya es bastante.
Memoria del saqueo es proclive a los planteos binarios, a la contraposición. Ello así porque Solanas adscribe a un postulado del pensamiento nacional y popular: allí donde hay un pobre que sufre hay algún poderoso que generó (y lucra con) su desdicha. En torno de ese eje gira la película, un formidable alegato contra el neoliberalismo en su traducción local. Pino es el fiscal, las escenas son pruebas. Los rostros de los acusados, sus discursos mendaces o psicópatas (hay escenas memorables de Roberto Dromi, de José Luis Manzano, de Carlos Menem mismo) corroboran todos los cargos en su contra.
En un texto canónico, Jorge Luis Borges se sorprendió al descubrir que una emoción colectiva puede no ser innoble. Raúl Scalabrini Ortiz predicaba que siempre había algo de grandeza en las multitudes. Huelga decir qué piensa Solanas sobre esa discusión. El pueblo en las calles, otro tópico de la épica nacional y popular, es todo un protagonista del documental de Pino. El pueblo luchando, el 19 y 20 de diciembre de 2001. El pueblo marchando, cantando, desplegando banderas gigantescas. Todo es una epopeya contada por la cámara de Solanas. Hay una escena al final, de mujeres batiendo redoblantes. Plebeyas, osadas, aguerridas, toreando “al enemigo” y a la estética convencional, son un tableau vivant de la gesta callejera y de la bravura política de la mujer argentina.
Se ha venido asociando este film de Solanas a una valorización de su trayectoria y corresponde que así sea. A más de treinta años de La hora de los hornos, Memoria del saqueo promueve en el espectador la primaria sensación de salir del cine a romper todo, lo que no está nada mal.
Suele preconizarse, para esta clase de films comprometidos y didácticos, que sería bueno que integraran las currículas de la educación pública. No soy un convencido de la eficacia pedagógica de lo impuesto. Pero estoy convencido de que la película de Pino tendrá su lugar en las muchas escuelas de cine que hay en la Argentina. Pululan los documentales de “discurso único”, formateados en la gramática del noticiero televisivo. Lo suyo es la indignación pautada, dosificada con astucia, la musicalización efectista, el reemplazo de las emociones cabales por el impacto. Memoria... transita muy otro camino: el de la creatividad en el manejo de la cámara y del sonido. Y el de la pasión cabal, honesta, auténtica, que es la marca de fábrica de un creador comprometido (ya vale decir toda una vida) con su patria pero también con los códigos de su actividad.
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