LA VENTANA › MEDIOS Y COMUNICACIóN
Frente a los desarrollos de las tecnologías de la información, ante los desafíos que presentan en relación con las vincularidades, las relaciones humanas y la construcción de procesos sociales, Luciano Sanguinetti pregunta: ¿en qué vale comprometernos?
› Por Luciano Sanguinetti *
Tim Berners-Lee imaginó una serie de protocolos que facilitaran la transmisión de datos entre las computadoras y eso permitió que la red fuera ramificándose por el mundo como cientos de miles de nodos que se enlazan en una malla que crece y se hace cada vez más densa a lo largo del tiempo.
Lo que empezó como una señal transmitida entre las computadoras de la Universidad de Stanford y la Ucla en California, en octubre de 1969, se convierte 40 años después en una biblioteca infinita como la que imaginó Jorge Luis Borges en La biblioteca de Babel, que Jimbo Wales hace realidad con Wikipedia. Ahora bien, en ese mar de datos y referencias, en ese océano infinito de textos e imágenes, en ese abismo de información, no estamos ciegos, como el gran poeta, preguntándonos qué es lo que nos une con los otros seres humanos: ¿será sólo el espanto?
En principio podríamos decir que sí. En los años sesenta, el contexto álgido de la Guerra Fría había sembrado en territorio norteamericano la fantasía inevitable de un ataque nuclear. Como en aquella vieja serie llamada Los invasores, el norteamericano medio había sido inducido a ver comunistas como extraterrestres, o viceversa. Se preguntaban cómo controlarían sus defensas si el suelo norteamericano era víctima de un ataque nuclear. Así, el desarrollo de una línea de investigación que facilitara la comunicación entre computadoras se volvió una gran promesa.
La creación de Arpanet estaba en camino. Aunque ésta no fue la única razón, la comunicación entre máquinas es una utopía de la ciencia moderna desde Leibniz en adelante; lo cierto es que el Departamento de Defensa y la industria militar fueron las más importantes instituciones que apoyaron estas investigaciones, que impulsaron tecnólogos como Leonard Kleinrock, y Douglas Enegelbart, cabeceras de aquella primera conexión.
Es cierto esto del espanto, pero también lo es el espíritu gregario, la comunidad transparente y el milenarismo que inspiraban a muchas corrientes culturales e intelectuales de la época. Como lo observó Margaret Mead en Cultura y compromiso, los Estados Unidos comenzaban a vivir una crisis cultural sin precedentes. Al calor de los movimientos hedonistas de Elvis Presley, los happenings de la cultura pop o los rituales milenarios del hippismo, todos los valores de la cultura calvinista que habían constituido los cimientos de esa nación se desmoronaban. ¿Qué puede pensar una nación que surge al final de la Segunda Guerra Mundial y que vive en los años cincuenta una euforia de consumo y desarrollo si diez años después esos jóvenes nacidos en el baby boom no quieren asumir la responsabilidad que conlleva ser parte de una potencia mundial con pretensiones hegemónicas internacionales? No había quizá nadie más preparado para responderla que la mujer que había pasado su vida investigando la adolescencia en Samoa.
La brecha generacional estaba abierta. Mientras los desarrollos tecnológicos de la red se fueron perfeccionando, el mundo comenzó vivir un proceso de transformación a nivel global. Era la sociedad postindustrial que venía. Daniel Bell lo advirtió: el capitalismo vivía su primera gran contradicción cultural. ¿Cómo conciliar el espíritu en un mundo que nos exige, por el lado de la economía, trabajo, esfuerzo, ahorro, para alcanzar nuestras metas, y por el lado de la cultura nos propone consumo, diversión, satisfacción inmediata, una felicidad que está a la vuelta de la esquina?
En los años ochenta, al calor del derrumbe del edificio moderno que había presagiado Marshal McLuhan, finaliza el ciclo productivista que se iniciara en los años ’30. Las grandes compañías, como la Chrysler, símbolos de la industria manufacturera, caen en una crisis terminal, y surgen las poderosas industrias de las tecnologías o de producción liviana. Pasamos de los trabajadores de mamelucos azules a los de cuello blanco. Las grandes potencias occidentales se lanzan a la conquista del espacio, el ciclo de la industria de las cosas termina y comienza el de la industria de los servicios, del management; las economías nacionales se abren, los estados se achican, se liberalizan los flujos financieros y los regímenes cerrados del mundo oriental comienzan a horadarse.
Cerca de la economía real, comienza a hablarse de una economía virtual. Los medios y las tecnologías de información se desarrollan vertiginosamente. Las inmensas computadoras que se veían en las series de televisión comienzan a achicarse. La primera PC hogareña se convierte en la nueva vedette del mercado acompañada por un software que hace accesible aquello que antes sólo parecía destinado a los científicos. La gran visión de Bill Gates fue intuir el negocio de la masificación de la Informática. A este proceso lo acompaña la transformación de los viejos medios. De cómo el televisor se complementa con la videocasetera, de cómo el cine se convierte en un espectáculo hogareño, de cómo se desarrollan las señales audiovisuales temáticas y cómo se desarrolla cada vez más aceleradamente un sistema global de información. La guerra del golfo en 1991 fue la gran carta de presentación de la CNN, la primera señal informativa mundial de 24 horas. La televisión por cable acompaña la tecnificación de la vida, como en el nivel de la economía significan las políticas de desregulación y privatizaciones de las comunicaciones.
A la par que la red comienza a extenderse obstinadamente, se produce una disputa por la democracia comunicacional representada en la lucha entre las compañías y los usuarios por la libertad del ciberespacio. Los movimientos por un software libre reivindican los principios libertarios que estuvieron en el origen del mundo digital, mientras las corporaciones defienden sus posiciones dominantes. Windows y la compañía Microsoft es la representación más clara de una época, al calor también de la gran burbuja financiera de las punto.com. Las empresas digitales crecen de manera exorbitante, sin todavía haber modificado el modelo mediocéntrico. Un gran productor de mensajes y millones ahora de consumidores pasivos. Sin embargo, la red progresa por otro lado. Miles de internautas se convierten en productores. Desarrollos y aplicaciones de estos usuarios avanzados crean una nueva web. La interacción comienza a dar sus frutos, a la par de que se mejoran las condiciones de navegación.
Marshall McLuhan había dicho que hablar de los contenidos de la televisión en relación con la transformación de las relaciones humanas que ese medio implicaba era irrelevante. Aquella osada tesis se comprueba cincuenta años después. De ahí que el negocio futuro de la red no será la producción masiva de contenidos, sino la producción masiva de relaciones y los buscadores que facilitarán esas aventuras. Con Google, Facebook y Wikipedia nace la nueva red, la llamada 2.0, que bautizara Tim O’Reilly a partir del concepto de arquitectura de la participación.
La filosofía individualista de Ayn Rand que inspiró a Jimbo Wales representa una de las variables de un medio que paradójicamente promueve las interacciones humanas y las estrategias asociativas, las cuales, como lo demuestra la historia de Mark Zuckerberg, el creador de Facebook, no suelen llevarse bien con los negocios.
Ahora las tecnologías están ahí, y la pregunta sigue siendo la misma: ¿en qué vale la pena comprometerse? ¿Si Sarmiento en el siglo XIX trajo a Mary O’Graham, maestra norteamericana nacida en Saint Louis, Missouri, para fundar la educación pública argentina, qué no hubiera hecho en este siglo? Si el gran pedagogo brasileño, Paulo Freire, dijo alguna vez que la alfabetización es la continuidad de la lectura del mundo, ¿cómo vamos a leer el mundo hoy sin las herramientas de las tecnologías de información y comunicación? Pequeños desafíos para todos nosotros.
* Docente e investigador. Ex decano de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social UNLP.
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