LA VENTANA › MEDIOS Y COMUNICACIóN
Marcelo García y Pablo Samar afirman que un discurso populista no garantiza la construcción de una sociedad más justa y equitativa, pero es su arma necesaria.
› Por Marcelo J. García y Roberto Samar *
Las calles de Europa y Estados Unidos arden. Hace diez años también ardían acá. Las improntas son diferentes. Europa siente un ligero aroma al “que se vayan todos” típicamente antipolítico que hiciera mecha en las calles de Buenos Aires. El helicóptero está pronto a partir desde los techos de Bruselas. En Estados Unidos, en cambio, quienes ocupan Wall Street despliegan un abanico político cuyo germen y organización se desprende –no sin una cuota de decepción– de la campaña que llevó a Barack Obama a la presidencia en 2008. De este lado del océano, más que de aquel, se está construyendo esa cosa llamada populismo.
En ambos lados siguen circulando discursos cualunquistas que asocian a lo no-político con transparencia y honestidad. También a la limpieza. Si el New York Times no miente, en Wall Street (del lado de adentro) se refieren a los ocupantes como “un grupo zaparrastroso que busca sexo, drogas y rock&roll”. Los movimientos políticos son sucios, malos y feos, que en jargon neo-lib es lo mismo que corruptos. Mientras Obama ignora a la impronta populista que lo llevó a la presidencia, Europa se encamina por el sendero tecnócrata. Las calles de Atenas, Lisboa o Madrid se empecinan en derrumbar la fantasía de una realidad sin conflictos, administrada por técnicos y especialistas.
Argentina tiene su propia tradición de miradas administrativistas, desde la Paz y Administración de Julio A. Roca o la publicidad oficial de la última dictadura militar –“Ganamos la paz”– hasta el paquete discursivo honestista que llevó a Fernando de la Rúa a la presidencia. La administración de las cosas no siempre terminó bien por estos lares.
No hace falta haber leído las obras completas de Ernesto Laclau (aunque mejor si se las lee, también si se mira su programa de entrevistas en Encuentro) para sospechar de la estigmatización del populismo como concepto político. En el populismo, afirma Laclau, está la esencia de lo político, la posibilidad de construir en un imaginario y un destino colectivo, de abajo hacia arriba. El horizonte de las expectativas compartidas por un pueblo.
Para Laclau, claro, esa construcción no es un lecho de rosas ni está libre de espinas. El populismo debe marcar una diferencia con el afuera, que adquiere un nombre según la ocasión: oligarquía, genocidas, grupos monopólicos, imperio. Ese brío transformador hace del momento populista un tiempo de confrontación y de rompimiento con el statu quo conservador –fuerza sine qua non para concebir la transformación de lo real–.
En esa instancia, el populismo es discursivo. Y aunque el discurso es material, no está de más pensar que el discurso haría bien en encontrar materialidad más allá de las palabras. En otro tiempo se llamaba credibilidad. Un discurso populista no garantiza la construcción de una sociedad más justa y equitativa, pero es su arma necesaria.
¿Qué más hace falta entonces?
Oponer populismo a administración es resaca del momento neoliberal. Allí administraban los administradores y el resto tenía –si los dejaban– la licencia de gritar consignas por las calles. Es Europa hoy: los pueblos protestan, liquidan a sus políticos y los tecnócratas avanzan. El caso de Obama es también singular en la incapacidad de traducir el discurso populista de su campaña a la gestión de gobierno. “Yo no soy neutral”, dijo Cristina Fernández de Kirchner cuando cerró su campaña hacia la reelección. Lo dijo como candidata pero, por sobre todas las cosas, como jefa de Estado. Néstor Kirchner había dicho en su propia asunción que su misión era la de “reconstruir nuestra propia identidad como pueblo”.
La efervescencia política que ha vivido Argentina en los últimos años –del conflicto del campo en adelante y sobre todo a partir de la muerte de Néstor Kirchner– ha sido propicia para la consolidación del populismo discursivo en el mejor sentido del concepto. Los límites de lo pensable se corrieron y se cristalizaron en debates públicos y políticas concretas: medios, matrimonio igualitario, reforma política, integración política regional, y pronto (quizás) despenalización del aborto. El desafío del populismo en una etapa superadora es abrazar a la administración, sacarla de su pretendida neutralidad y orientar sus políticas de Estado –lo más concreto de lo real– en el sentido de la construcción discursiva de inclusión y ampliación de derechos. Si ha de ser una herramienta transformadora, el populismo también merece ser administrado.
* Licenciados en Comunicación. Miembros del Departamento de Comunicación de la Sociedad Internacional para el Desarrollo (www.sidbaires.org.ar).
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