LA VENTANA › MEDIOS Y COMUNICACIóN
Mario Almirón abre el debate sobre la calle, entendida como espacio de opinión pública y, a partir de los “cacerolazos”, señala omisiones en el reclamo y aboga por respuestas elaboradas desde la cultura y la educación popular.
› Por Mario Román Almirón *
En los últimos días se ha vuelto a debatir en nuestro país sobre las diversas formas de protesta callejera, su simbolismo y características.
Las grandes ciudades –nacidas luego de la Revolución Industrial– generaron las calles que hoy conocemos: un espacio de interacción entre lo público y lo privado. Diversos grupos políticos, gremiales y sociales ejercen en la calle su derecho a la protesta. Desde algunas posiciones se rechaza de modo absoluto esta metodología, reclamando la total prohibición de estas expresiones o su represión.
La calle ha sido objeto de control por parte de todos los militares golpistas en Latinoamérica. Recordemos los “toques de queda” y la apropiación del espacio público por parte de la última dictadura militar que padeció Argentina.
La disidencia, la crítica, la resistencia a diversas formas de opresión ha sido expresada en las calles y no tenemos dudas sobre su rica historia en la construcción de poder popular. La “opinión pública” parece hoy contener una polarización imposible de resolver: automovilistas versus peatones, manifestantes versus no manifestantes, cacerolazo versus anticacerolazo.
Desde nuestra perspectiva, ningún camino (atajo en realidad) que nos conduzca a la represión y al control autoritario supone una solución real al conflicto. Aclarado ello, va nuestra crítica a los últimos “cacerolazos” realizados en nuestro país. Para ser muy claros: el problema no es que se hagan cacerolazos. Estos tienen en nuestro país una larga historia, a veces olvidada.
El tema es qué causas y en qué contexto se convoca a golpear ollas, sartenes y latas, mientras la televisión transmite –y amplifica– el suceso. Gracias a la TV es imposible no enterarse de que hay gente indignada porque no puede comprar dólares o porque el Congreso no impone ya la pena de muerte a los ladrones que –cual fantasmas que vuelven una y otra vez– alimentan el miedo y la necesidad de control.
Dicho de otro modo: qué derechos, libertades y valores están ausentes del reclamo actual y parecieran silenciados por estos manifestantes. Se nos ocurren algunos que en la incompleta lista el lector podrá ampliar. No hay en su reclamo ninguna referencia a los que son discriminados por su situación de extrema pobreza o “de calle”. No hay voces claras contra los abusos que las empresas privadas de servicios públicos concretan contra el Pueblo. No las hay contra la usura financiera. No hay quejas por los trabajadores aún sin empleo o con relaciones laborales clandestinizadas. No hay voces por la niñez y la educación en antivalores que concretan algunos medios masivos de comunicación (como alguna TV, abierta las 24 horas, más horas que cualquier escuela y en donde se dicta cátedra de egoísmo, cinismo y mezquindad).
Tampoco entre los “caceroleros” de hoy se escuchan voces que –paradójicamente– señalen la estigmatización que sufre la mujer en las calles. ¿Cuántos de los que hoy se manifiestan y reclaman su derecho a estar en las calles han discriminado a mujeres que las ocupan y han pedido que se los confine a un lugar lejano? ¿Cuántas veces hemos escuchado que se “erradique” no a la pobreza sino a los pobres? Fuera del espacio público, fuera de la ciudad, algunos quieren no ver estas realidades, como si no existieran independientemente de nuestras percepciones. Pura hipocresía. Alguien dijo que el interés es la medida de todas las acciones pequeñas.
Por otro lado es tan entendible el reclamo por mayores niveles de protección frente al delito como equivocado el remedio de la represión. Sin más y mejor educación para todos (la gran ausente en estas manifestaciones) y mejores condiciones de vida y de trabajo no hay soluciones posibles. Si queremos quedarnos como sociedad en la superficie, pensemos en mecanismos represivos cada vez más “eficientes”. Si buscamos la raíz de los problemas sociales, económicos y de seguridad, es urgente pensar en la cultura –entendida como matriz de vida dotada de sentido– y en la educación popular.
Educación popular, entendida como “un movimiento enfrentado a las prácticas educativas tradicionales para promover una sociedad más democrática y más justa. La educación popular es aquella que acompaña a los educandos a elaborar su identidad en el proceso de ir convirtiéndose en sujetos de un proyecto histórico alternativo que garantice la participación y una vida digna a todos”. Una concepción “educativa humanizadora”, cuyo centro es la persona y no el mercado, el dinero, el prestigio o el poder. Es, en suma, una educación no sólo “por” el Pueblo, sino “con” y “para” el Pueblo, asumiendo sus valores y su vocación de constructor de la historia.
* Secretario general de Sadop.
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