LA VENTANA › MEDIOS Y COMUNICACIóN
Para Marta Riskin, el debate político cultural contemporáneo requiere de comunicación y comunicadores sensibles, coherentes y comprometidos con la verdad.
› Por Marta Riskin *
Las noticias del último semestre periodístico exhiben un progresivo incremento de mensajes fálicos. En apretada síntesis, temas disímiles y situaciones dramáticas como la muerte del presidente Hugo Chávez, los cambios en el Vaticano y la tensión en Corea o, en clave de relato local, desde el memorándum con Irán hasta el debate parlamentario sobre el Poder Judicial, coinciden en el gran despliegue de consignas y, salvo honrosas excepciones, la estridente ausencia de análisis.
No resulta ocioso cuestionar la influencia de estas narrativas, pródigamente aplicadas a través de la historia y disponibles como salidas distractivas, tanto de la última gran crisis mundial provocada por las economías centrales, cuanto para empantanar la mejor distribución de riqueza y justicia.
Sin embargo, el paralelismo entre insistencia belicista e invisibilidad de sus beneficiarios no convoca sólo a Von Clausewitz, ni el éxito de una estrategia tan penosa como poco original depende sólo de cretinos y oportunistas.
La efectiva resistencia al reparto de arengas agresivas requiere apartarse tanto de profecías apocalípticas cuanto de dogmas, laicos o religiosos, cuyos personajes demoníacos siempre son ajenos y los ángeles, amigos exclusivos.
Las verdades humanas son parciales, pero no necesaria ni enteramente subjetivas. En comunicación social, la solidez de las fuentes, la congruencia de los datos, la honestidad intelectual del comunicador y la capacidad para asumir el riesgo de “difundir aquello que alguien no quiere que se sepa”, tal como sustenta Verbitsky, aportan superiores gradientes de certeza y fortalecen la democracia.
La coherencia entre hechos, discursos y percepciones otorga resistencia ciudadana contra intrigas políticas o económicas y convocatorias discriminadoras o destituyentes.
Las denuncias fundamentadas son imprescindibles. Convertirlas en dogma o salvoconductos es contraproducente.
El poder sanador de la verdad provee beneficios que no llegan raudamente a los grupos con rígidos credos y des-credos o sin hábitos de debate, y hasta se neutraliza con las mutuas descalificaciones entre quienes, sinceramente, la defienden.
Aunque los reclamos de justicia y veracidad consoliden el compromiso y la participación cívica, el desarraigo de desesperanzas y premisas instaladas durante generaciones, tales como “no es triste la verdad sino que no tiene remedio”, llevan mucho más trabajo y tiempo. Cabe reconocer que entre los efectos terapéuticos de la verdad no se incluye mayor dominio del cerebro límbico, y el logro de mejores ajustes emocionales para enfrentar situaciones de dolor o peligro exige un acompañamiento refinado.
Obviamente, la verdad y las responsabilidades del periodista no son las del político.
En buena medida, el valor de un estadista reside en su capacidad de distinguir, con la mayor precisión posible, las diferencias entre teoría y práctica política.
Durante la última década, América latina es pródiga en dirigentes hábiles en el arte de navegar entre los fluctuantes ríos del par “orden y conflicto” y evitar la vetusta traducción lineal de “agudizar innecesarias contradicciones”.
Antes de la bomba atómica, la guerra pudo ser una posibilidad de liberación popular; pero hoy resulta revolucionario incrementar la justicia y garantizar la libertad con leyes y acciones pacíficas.
La calidad de la democracia se inscribe en buena medida sobre los resultados del debate y se necesita tanto sostener las discusiones, acciones y convicciones cuanto evaluar los registros emocionales e incrementar resiliencias.
En “Foucault”, Deleuze insiste: “... si el intelectual ha podido reivindicar lo universal durante un largo período que va del siglo XVIII a la Segunda Guerra Mundial (quizá hasta Sartre, pasando por Zola, Rolland...), eso era así en la medida en que la singularidad del escritor coincidía con la posición de un ‘jurista notable’ capaz de resistir a los profesionales del derecho y, por lo tanto, de producir un efecto de universalidad”. “El sujeto de derecho, en la medida en que crea, es la vida como portadora de singularidades –plenitud de lo posible– y no el hombre como forma de eternidad.”
El proceso revolucionario de la vida propone rescatar los ejes de las mejores palabras y apartarse de la nueva guerra fría puesta en marcha por las potencias que insisten, por derecha e izquierda, en alinear a la humanidad sobre campos sesgados y previsiblemente arrasados. Y si en nuestra época hablar de intelectuales (es decir quienes no usan exclusivamente la fuerza física para su trabajo) involucra a gran parte de la humanidad, requiere comunicación y comunicadores, más sensibles que nunca.
* Antropóloga.
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