LA VENTANA › MEDIOS Y COMUNICACIóN
A propósito de los violentos hechos ocurridos recientemente en estadios de fútbol, Marta Riskin reflexiona sobre los mecanismos suicidas impuestos a las culturas.
› Por Marta Riskin *
“¿Sabés cómo se suicida un argentino?
Se sube arriba de su ego y se tira.”
Refrán popular
El Código Penal condena con prisión de uno a cuatro años a quien “instigara a una persona al suicidio o ayudara a cometerlo”. La dificultad es hallar pruebas del delito. En cambio, la probatoria de instigaciones al suicidio colectivo se desnuda cotidianamente, frente a la confortable ceguera del inconsciente colectivo.
Las evidencias de acciones letales, legales, económicas y mediáticas sobre pueblos enteros y contra sus intereses vitales son públicas e invisibles al sentido común de millones de víctimas.
Sin embargo, a pesar del sofisticado estado del arte de las ciencias del siglo XXI y de la flagrante contradicción con el uso y abuso de técnicas psicosociales en la comercialización global, unos pocos delincuentes continúan licuando memorias y recreando paradigmas de ideas y consumos autodestructivos, ante la empañada mirada de personas adultas, inteligentes y honestas.
No sólo Durkheim y Freud reconocieron el suicidio como hecho social y prefirieron concentrarse en las responsabilidades del suicida y su grupo familiar. Aún hoy, se evita la revelación de los mecanismos suicidas impuestos a las culturas. Ya sea porque se la juzgue una agresión tan cruel e innecesaria como advertir a un amigo que su pareja es infiel o conveniencia lisa y llana, la opinión general se inclina por reservarla al ambiente académico y no a compartirla con las demás víctimas.
Las imputaciones que afectan a los poderosos son consideradas, no sin razón, un suicidio profesional.
La antigua maquinaria de motivaciones que desvincula a los productores de quienes ponen los cadáveres tanto usa soportes científicos de última generación como tecnologías obsoletas. Siembra sobre terreno abonado con eruditos dispositivos. Hay semillas para todos los gustos.
Abundan los clásicos –Sun Tzu, Flavio Josefo, Maquiavelo, cronistas de Indias– y gurúes neoliberales, con persuasiones a la inmolación voluntaria.
El instigador sabe que se ejerce mayor control subjetivo sobre víctimas vulnerables.
Las necesita tristes, asustadas y débiles y, por ello, insistirá en burlarse de sus valores, menguar sus logros culturales y depreciar a los líderes. La erosión permanente de la confianza personal y la solidaridad entre prójimos hará que los suicidas se resignen a “la realidad” desencantada que les ofrecen y donde consumirán productos, incluso electorales, contrarios a sus intereses.
En palabras de Max Horkheimer, se trata de que “...a las víctimas les parezca que para su bienestar da prácticamente lo mismo la libertad que la falta de libertad”.
Los objetivos son siempre políticos y económicos y los acicates se encuentran desde los editoriales (“El mundo nos observa con espanto”, “Achicar el Estado es agrandar la Nación”, “El país insignificante”); aparecen algo más sutiles en publicidades y funcionan de forma óptima en formatos breves y de veloz reproducción.
Chistes, como el del epígrafe, son tan inocentes que los cuenta hasta un niño, con la mejor de las intenciones y sin prestarles atención. Los bromistas ignoran no sólo el contraste entre egos porteños y provincianos, sino la influencia residual acumulativa de bromas semejantes sobre la autoestima personal y colectiva y desconocen los efectos troyanos de las aplicaciones y los “algoritmos del chiste”.
En general, el auditorio apenas intuye (y descarta) discriminaciones menores o señala la curiosa reaparición de ciertos chascarrillos, en ocasiones históricas y regionales específicas.
Un caso típico es aquel chiste sobre un país al cual se le otorgaron todos los dones, pero sus necios nativos, porteños y no, se empeñan en malgastar sus enormes ventajas comparativas. Hay muchos más.
Cuando Heisenberg sugería el influjo del científico sobre su objeto de estudio, seguramente no pensaba en quienes abusan del oficio de manipular a conciencia las conciencias ajenas e inevitablemente formatean las propias, sufriendo de paso las proféticas mentiras.
En 2012, para desalentar la participación política y la alegría popular, algún promotor ideó que “Argentina no puede ni organizar un partido de fútbol”.
Hace apenas días, unos pocos zombis les ejecutaron la sentencia.
En su afán de deshonrar a las mayorías y encubrir a los amigos mafiosos, insisten en repartir culpas, acusando “al país” y “la sociedad” sin notar que envenenaron el juego que muchos de ellos dicen amar.
Quizá también por el principio de incertidumbre, las víctimas dejan de serlo cuando cuestionan los contenidos que reciben.
Ayudarlos no sólo depende de una ley o un gobierno que custodie sus intereses.
Se necesita una Justicia que haga lo mismo.
* Antropóloga UNR.
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