Mié 15.07.2015

LA VENTANA  › MEDIOS Y COMUNICACIóN

Rieles y fibras

Esteban Magnani utiliza el ejemplo de los ferrocarriles en la Argentina para advertir que esta experiencia corre el riesgo de repetirse en alguna medida en la era informática.

› Por Esteban Magnani *

“¿Quién impulsa este progreso? Señores: es el capital inglés”,

Bartolomé Mitre, 1862, durante la inauguración del Ferrocarril Sud.

El enorme crecimiento de los ferrocarriles argentinos desde las últimas décadas del siglo XIX hasta la Primera Guerra Mundial permitió a nuestro país ubicarse, orgulloso, entre las diez naciones con mayor cantidad de vías férreas del planeta. El record contribuyó al mito de una “Argentina potencia” que no pocos aún evocan con nostalgia pese a los serios cuestionamientos que pueden hacerse a una red ferroviaria cuya topografía radial reforzaba nuestro rol como economía subalterna en el mercado global. Por los rieles que terminaban en el puerto, cuya construcción se financió sobre todo con capitales ingleses, se iban las materias primas que luego se subían a los mismos barcos que después volvían con bienes manufacturados de mayor valor agregado. El ferrocarril, exhibido como un síntoma de progreso, era en realidad una cadena que permitiría a la Argentina crecer con el corset de un modelo agroexportador y para beneficio de unos pocos.

Esta experiencia, que podría servir de aprendizaje, corre el riesgo de repetirse en alguna medida en la era informática. En muchos países las redes digitales se vuelven correas de transmisión para que los países centrales se apropien de las actividades más rentables y los países subdesarrollados se mantengan en un rol de proveedor de materia prima. Cuando los usuarios de los países del Tercer Mundo utilizan los servicios de las grandes corporaciones digitales transnacionales (Google, Microsoft, Apple, Facebook, etc.) lo que hacen es, entre otras cosas, darles sus datos. Por ejemplo, al darle “me gusta” a un posteo, al enviar un mail o al utilizar la nube, entregamos información a esas corporaciones que, de esta manera, pueden ubicar nuestros gustos e intereses, poder adquisitivo y demás, para así acercarnos de distintas maneras las publicidades que más posibilidades tienen de interesarnos en inducirnos al consumo. Es decir, que esa información que entregamos, muchas veces sin total consciencia, a cambio de un servicio, funciona como el insumo (la materia prima) que las corporaciones utilizan para afinar las campañas de sus avisadores que se retransmiten nuevamente a nuestros países. Y, por supuesto, el valor agregado a esa información será apropiado por los países centrales. Para peor, parte de la torta publicitaria local se invierte crecientemente en esas corporaciones capaces de gestar campañas diseñadas a medida por medio de algoritmos. Los medios locales sufren esa competencia que poco a poco les come los talones. También surgen negocios novedosos como el video on demand, del tipo que ofrece Netflix, que crean nuevas formas de una suerte de extractivismo digital en formato de abonos que se paga desde todos los rincones del globo.

De alguna manera países como la Argentina al menos discuten este rol digital subalterno e intentan incluirse en él en forma más equilibrada por medio de alfabetizaciones digitales con énfasis en la producción más que en el consumo, entre otras cosas. Pero hay iniciativas como internet.org, de Facebook, que son aún más parecidas a la lógica de los capitales ingleses que construyeron los ferrocarriles para su conveniencia.

Internet.org es un proyecto en el que Facebook, por medio de convenios con algunas empresas de telefonía móvil, da acceso a internet en forma gratuita a los ciudadanos más pobres del mundo. La idea, que a priori puede parecer de una generosidad extrema, por supuesto tiene objetivos comerciales menos difundidos. En primer lugar está la necesidad de seguir inflando el mercado de usuarios de Internet. Es cierto que el mercado de Tanzania o Kenia puede no ser tan lucrativo, pero todo suma. Más aún porque las conexiones gratuitas solo permitirán acceder a un puñado de servicios online entre los que, claro, se incluye Facebook. Ya ocurre que nuevos usuarios de todo el mundo creen que Facebook e internet son sinónimos. En estos países realmente lo serán.

Tomar conciencia de este problema no significa que la solución se haga evidente ni mucho menos. De hecho, otras formas de colonialismo son evidentes y eso no implica que se hayan resuelto. Pero comprender que esta es otra correa de transmisión de poder y recursos en favor de los países centrales obliga a pensar en más alternativas locales o regionales para que no se repita, una vez más, la historia.

* Periodista y docente. Autor de Tensión la red.

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