MITOLOGíAS › LA PáGINA DE ANáLISIS DE DISCURSOS
El exagerado encanto de los “autoconvocados”, como una manera de descalificación de la organización política.
› Por Mariana Moyano *
Zumba, retumba, se vuelve sonsonete en boca de movileros y conductores y si uno se descuida, la repite. “Autoconvocado” es una palabra que ha cobrado un protagonismo particular. En momentos de conflicto parece inevitable a la hora de dar cuenta de los acontecimientos y aunque su marca de origen es la intermitencia, en el universo del nuevo sentido común mediático se ha vuelto un adjetivo que califica a un comportamiento político.
Un miembro de Tradición, Familia y Propiedad y una maestra de lengua no muy amiga de las novedades y los neologismos coincidirán en que un autoconvocado no existe: el diccionario de la Real Academia Española acepta “la calor”, pero “avisa” que “esa palabra no está” y el de Bill Gates tampoco la considera e insiste en hacer aparecer la viborita roja debajo de ella cada vez que uno pretende darle vida a través del teclado. Parados ahí, se podría decir, entonces, que vino a subvertir al lenguaje anquilosado del iluminismo y a enfrentarse al símbolo más actual del imperialismo cultural. “Es guerrillera”, comentarán —desde ese punto de vista— algunas señoras de Barrio Norte.
Pero “autonconvocado” tiene un problema y es que al mismo tiempo que se escurre porque no es sencillo —ni para quienes la utilizan como modo de nombrarse a sí mismos— darle un sentido, puede ser utilizada con la misma intensidad en situaciones tan disímiles que de encontrarse frente a frente sus protagonistas irían directamente a las manos.
Hay autonvocados del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires; hay vendedores ambulantes autoconvocados; hay vecinos autoconvocados de Famatina, de Andalgalá, de Esquel; hay autoconvocados por la nacionalización del petróleo, y los hay por los derechos humanos; hay docentes autoconvocados y hay una asamblea provincial de autoconvocados; hay autoconvocados por el No a la Mina; hay hinchas isleños autoconvocados, hay un blog cuya autoría pertenece a un “autodenominado” autoconvocado, hay estudiantes autoconvocados que toman sus facultades, hay tecnológicos autoconvocados y hay autoconbocados (sí, con b), hay socios e hinchas autoconvocados en “Newell’s Carajo”, hubo una circulación cuyo lema fue “convocando al autoconvocado” a través de la cual se convocaba a un “paro nacional autoconvocado para el 28 de marzo contra los Kirchner”, sin banderas “políticas” ni “organización” y espontáneo... Hay ruralistas autoconvocados que cortaron rutas y esta semana aparecieron con ferocidad “autonomistas autoconvocados” en la Media Luna rica de la hermana Bolivia. Ese mismo país en el cual, cuando Evo Morales era candidato a presidente y arengaba a las asambleas de cocaleros con un “¡Viva la organización!”, las cientos de voces que allí se encontraban gritaban: “¡Organización!, ¡Organización!”
El lenguaje da cuenta de la sociedad que lo habla, pero además la clasifica y la condiciona. Y lo que se hace con él nos nombra. La repetición de dicotomías mediáticas, la apropiación de fórmulas gramaticales que no nos son propias y la utilización de términos que no formaban parte de nuestras concepciones van mostrando cambios políticos, de época y de esa misma sociedad. El paso de “pueblo” a “gente” es el más notorio, el más debatido y el primero en el ranking de menciones.
Desde los días calientes del 2001, con el aire del verano asambleario, la autoconvocatoria se volvió más que una palabra, un valor. Y si a esto se le agrega la espontaneidad, el movimiento en cuestión adquiere no sólo la veneración y la aceptación del discurso mediático, sino la certeza de pureza cristalina que vence a la inherente potencialidad de objetivo mezquino de todo aquello que fuese organizado con premditación. Ni qué hablar si además de autoconvocado y espontáneo el movimiento se define a sí mismo como apolítico: ésa es la garantía para obtener el certificado de integridad desde hoy y para siempre.
Ante el intento de comprender y frente a una pregunta curiosa de una periodista de una página web sobre este nuevo modo de nombrarse, un integrante de estos nucleamientos respondió terminante: “Nosotros no somos cabecillas de nada, somos autoconvocados (...) un jefe, un partido pudre todo. Somos autoconvocados y así está bien”.
En más de una oportunidad, desde aquellos días en que decían que el piquete y la cacerola tenían una misma lucha, me he interrogado por qué jamás me “autoconvocaba” más que para mis acciones individuales y en cambio sí he sido en cientos de oportunidades convocada por el llamado de una causa, una marcha o una salida a la calle. Y una respuesta posible apareció hace pocos días de boca de un dirigente sindical, que hablándole a un auditorio de pares dijo –al pasar, como se hace siempre que se sabe que hay supuestos compartidos–: “La organización es el poder de los que no tienen el poder real”.
Antes, mucho antes, muchísimo antes de la existencia de la Mesa de Enlace y de que la Federación Agraria anduviera codo a codo con la Sociedad Rural, la cooperativa en cuyo nombre se resumen Santa Fe y Córdoba daba un golpe bajo televisivo con esa publicidad en la cual una voz tímida iniciaba: “Un hombre solo es sólo el comienzo...”. Otras voces se sumaban y a medida que avanzaba la canción (Pero siempre hace falta/que a su mano otras se sumen) las manos trabajadoras iban uniéndose una a una para terminar con los brazos en alto y con la garganta al límite en “brazos unidos, sí/ pueden más/todos juntos pueden más/¡Unidos sí!”
Siempre ha sido así, pero si luego de los últimos convulsionados meses hasta el más distraído ha notado que entre muchos organizados se logra más; si lo han aprendido hasta aquellos que sólo salían a la calle fuera del horario previsto cuando se quedaban sin cigarrillos; si lo han notado hasta las señoras que jamás se hubieran sentido cómodas en una multitud, ¿por qué aún se mantiene el elogio de una —supuesta— determinación libre e individual de personas autoconvocadas en lugar de reconocer que incluso para ir a cenar con amigos es necesario organizarse?
Aquel señor que no soportaría moverse ni un milímetro de las tradiciones cristianas y la maestra de lengua enojada porque el lenguaje ya ha confundido libertad con libertinaje probablemente no sean los mejores interlocutores para conversar sobre los problemas que le genera a la política la aceptación mansa de aquellas fórmulas que a la televisión le caen tan bien. Pero Norman Mailer sí lo es.Y junto con él aceptar que hay tiempos en los que uno no tiene más remedio que ser un conservador de izquierda. Aferrarse a lo que una palabra quiere y desea decir, usarla como espada y combatir con y desde ella, asumirla, hacerla carne, conceder que nos enfrentamos a un ruido a veces intenso y siempre continuado y que podemos caer en las trampas que nos tienden, pero no participar inocentemente de un juego sucio premeditado y alevoso que preparan quienes sí —e invariablemente— se han organizado.
* Licenciada en Ciencias de la Comunicación. Docente de la Facultad de Ciencias Sociales, UBA.
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