MITOLOGíAS › LA PáGINA DE ANáLISIS DE DISCURSOS
Una reflexión sobre el consumo y sus zonas erróneas.
› Por Mariana Moyano *
Un amigo decía que el freezer es un viaje de ida. Y como si un estudio científico avalara su apreciación, continuaba el razonamiento explicando que una vez dado el primer paso –con la adquisición de este electrodoméstico–, la espiral es imparable porque se vuelve necesario el microondas, la minipimer y uno se da cuenta de que ha sido tomado por un irrefrenable deseo de consumismo recién cuando ya no hay nada en el hogar que no funcione con consumo eléctrico. El freezer tendría, entonces, un efecto similar a la heroína, una droga de la que –salvo que hagamos la de Luca Prodan– es muy difícil volver.
Este disparate –que mi amigo insistía en presentar como un sesudo análisis– merece ser reconsiderado en este contexto de fiebre irrefrenable de compra de aparatos de aire acondicionado: a las primeras muestras de reactivación de la economía local todos asistimos a una competencia al mejor estilo cien metros llanos, en la que hordas de familias de clase media llegaron a hacer cola para volverse a casa con un split.
El verano estalló –porque esta estación no llega, explota– y junto con las altas temperaturas se desató una contienda silenciosa a ver quién le competía mejor a los 40 de térmica desde interiores que no superaban los 20 grados de temperatura ambiente.
Durante 2006, 2007 y 2008 desde diferentes asociaciones de usuarios, partidos políticos y medios de comunicación se pidió que el Gobierno sincerara la situación y dijera con todas las letras que la Argentina atravesaba una “crisis energética”. Algo de eso llegó cuando los discursos oficiales avisaron que quienes consumieran menor cantidad de kilowatios serían premiados con un descenso notorio en el monto de sus cuentas y que quienes utilizaran más tendrían un castigo que llegaría a sus casas con cara de abultada factura.
Pero no alcanzó. “Tarifazo” gritaron asociaciones de usuarios, partidos políticos y medios de comunicación. “Le llegaron 1000 pesos de luz”, tituló un diario. ¿Cómo puede ser?, nos preguntamos algunos y esperamos con terror la boleta del bimestre. A fines de enero, finalmente, Edenor puso fin al misterio: $27,84 era el valor que tuve que abonar. La ecuación era sencilla: hubo quienes ejercimos nuestro derecho individual de atravesar las altísimas temperaturas con modestos ventiladores de techo y, a diferencia de los fundamentalistas del aire acondicionado, entendimos que la perogrullada básica del capitalismo plantea que quien más consume, más debe pagar.
Pero si se trató de una decisión que no tuvo otro andamiaje que la reiterada, taladrante y naturalizada noción de la ley de oferta y demanda, ¿por qué se le reclamó al Estado que fuese en ayuda de quienes habían ejercido su opción libre e individual –piedra angular del liberalismo– de elegir el modo en que iban a refrescarse?
Es que nuestro pobre Estado es, según conviene, el cuco, el padre que llegará en auxilio de sus hijos, el mayordomo que siempre tiene la culpa o el príncipe que rescatará a la princesa de la torre en la que ha sido injustamente encerrada.
Es lógico que en un verano de temperaturas irrisorias, los cerebros tengan más posibilidades de freírse y quizá sea eso lo que nos haga decir con solemnidad frases que no resisten el más mínimo análisis. En una ciudad que se hierve a 41,9º de térmica hay más chances de decir cualquier cosa y quizás sea también ésa la razón por la cual lo dejamos pasar sin más.
Durante los últimos dos días del 2008 y los primeros del 2009, dos temas se plantificaron en la agenda mediática: el aniversario número 50 de la Revolución Cubana y el trasplante de corazón del médico internado en la Fundación Favaloro. Los móviles iban de la punta del Caribe a la calle Belgrano sin descanso. Un oyente de radio resumió con un increíble poder de síntesis el gataflorismo que caracteriza a muchos frente a cómo debe comportarse el Estado. “Será cierto eso de que en Cuba funcionan muy bien la salud y la educación, pero es un país en el cual uno no es libre de hacer nada porque el Estado se mete en todo”, dijo el señor para luego agregar: “Ah, y quería decir también que no entiendo cómo el Estado argentino no hace lo que tiene que hacer y nos obliga a actuar como donantes presuntos, tal como dice la ley. Porque no puede ser que esta familia tenga que estar rogando para que aparezca un corazón para el médico”.
El pediatra recibió el órgano, se pudo realizar el trasplante y su mejoría fue notoria; Cuba celebró el cincuentenario de su revolución y la cosa podría haber quedado ahí si no se hubiera caído del modo en que se derrumbó lo que con todo acierto Alfredo Zaiat llama el Muro de Wall Street.
Una lógica igual de caprichosa recorrió las páginas de los diarios de estos días. Mientras la sola posibilidad de que ande circulando un proyecto oficial de creación de un organismo regulador del comercio agropecuario fue tildada de “disparate”, de “desatino” y se afirmó que “un proyecto estatizador implicaría no entender la evolución del mundo en más de medio siglo”, el comportamiento casi bolchevique del gobierno de Barak Obama de nacionalizar nada más y nada menos que el Citibank fue justificado sobre la base de que se trataba de un intento de “estabilizar al Citigroup”, de “evitar el colapso”, de una “intervención con decisión y voto del Estado” y se dijo que quienes no lo comprendían ejercían “un fundamentalismo ideológico suicida”.
La maraña argumentativa es espesa; la cantinela de un “intervencionismo estatizante y agobiante” fue naturalizada y el sentido común se apoltronó cómodo en el lugar de oráculo. Así las cosas, no es fácil desarmar la trama. Pero la punta del ovillo está en algún lugar. Hay que mirar, encontrarla y empezar a tironear.
* Periodista. Docente de la carrera de Ciencias de la Comunicación de la UBA.
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