PLACER
Mirar la luna
› Por Marta Dillon
Este es el tiempo de Selene, la luna llena. Hace ya dos días que la diosa blanca se sonroja sobre el horizonte de sólo ver a su amor dormido. El pastor Endimión ya no la podrá tocar, ha ofendido a Zeus con su atrevimiento. El padre de Selene no tolerará la unión de su hija con ese mortal. Que se eche a dormir para siempre, que ella lo contemple cuando se lo permitan sus hermanas, Artemisa, la luna nueva y Hécate, la oscura, la hechicera, el lado que nunca veremos de la luna. Pero éste es el tiempo del encuentro. Selene arrastra su carro de plata y diluye la noche con su brillo, desorienta el sueño con la luz nacarada de su rostro enamorado. Por eso alumbra la luna llena, para arrancar del sopor eterno a su querido pastor. ¿Cuántos amantes despechados habrán buscado en su disco plateado la nostalgia por lo perdido? ¿Cuántas parejas se habrán dejado bendecir por su manto blanco como si fuera pura magia lo que la sostiene allá arriba como un hueco luminoso en el telón de la noche?
No es magia, aunque parezca, lo que la hace levantarse de su lecho en el fin de la tierra, hechizando a los que la descubren de pronto, como una sorpresa, en el final de esas avenidas, por ejemplo, que caen hacía bajo de la ciudad de Buenos Aires buscando un río siempre demasiado lejos. Son las leyes del universo las que la obligan a cambiar y a permanecer, en un ciclo tan perfecto alrededor de la Tierra que siempre vemos su misma cara. No es magia, no es una sorpresa la luna llena, es tan fácil predecirla que esa información aparece en los diarios. Pero aun cuando se la esté esperando, la primera uña roja que quiebra el horizonte como un anuncio de su salida provoca el respingo de las cosas para las que no se encuentra explicación.
Esta vez la luna llena, Selene para los griegos, vino de la mano de la primavera. El 21 de septiembre empezó su efímero reinado de cada mes, hasta el próximo domingo se extenderá el tiempo de los hechizos poderosos, de las invocaciones del amor, de la tortura de los lobizones transformándose en las estepas. La luna saldrá todos estos días por las noches, hacia el este, separando las sombras con su presencia de almíbar, apagando las estrellas cuando en su punto más alto la malla de su luz vele el antiguo titilar de los astros más lejanos. Después, a medida que el sol la vaya encandilando y ella no pueda alumbrar durante la porción del día en que habitará el cenit, ya no se la podrá ver partiendo en dos el horizonte. Será entonces el tiempo de Hécate, la que habita entre los muertos. La diosa de los patios y los cementerios, también para los griegos, que necesitaron de tres nombres para señalar sus cambios, a pesar de que ella es la misma. El mismo satélite natural de la Tierra que los astrónomos describirán con el lenguaje de la ciencia ordenando el caos de mitos y leyendas que hablaron y hablan de la diosa blanca. Y aun así, con las palabras procaces que le otorgan dimensiones y leyes físicas, no perderá el poder de su magia que atrae los mares, provoca partos y hace nacer lobizones de las mujeres que han parido siete hijos varones.
La luna es también Artemisa en la mitología griega, la diosa de la caza, como sus hermanas, hija de Zeus y de Leto, la noche. La que alumbra, pero no encandila, dando chance a los cazadores de engañar a sus presas.Artemisa es casta, es la luna cuando está creciendo, la que se puede ver en el cielo cuando está a punto de caer sobre el oeste, como una sonrisa ínfima y puntiaguda que soporta sobre ella al lucero de la noche, la primera estrella que perfora la noche. Artemisa no se ha enamorado y por eso puede ser la que todo lo contiene, la que permite el crecimiento de las plantas y del pelo, cuando se lo corta en esa fase. Tiene la generosidad de quien ama sin haberse prendado de un único objeto de deseo.
Pero esta luna llena, que se puede ver aparecer desde la costanera norte, en esa pasarela que más allá del Aeroparque invade el río con sus pilotes, es también la luna de septiembre, la de la cosecha. Es la luna que revela el futuro, según un mito azteca que las brujas modernas mexicanas adaptaron en una fórmula. Se encienden tres velas puestas en triángulo, se quema un poco de incienso; en el centro de este altar bañado de luna se coloca un cuarzo y se repite: “Oh, madre naturaleza, oh luna llena, denle a este cristal el don de la adivinación para que mi sueño vele y mi futuro revele”. A partir del día siguiente, el cuarzo deberá permanecer bajo la almohada durante siete noches en las que los sueños dirán lo porvenir. Aunque hay tantas fórmulas como ritos en el mundo. El más sencillo es buscar el lugar apropiado para contemplarla, imaginar cómo se agitan los océanos cuando su poder los llama como una madre a sus niños, descubrir en la sombra de sus cráteres los mil dibujos que alguna vez vimos en la infancia. Tal vez, como le sucedió a Borges, cuando el círculo sea ocre como la arena, cuando apenas ha despegado su circunsferencia de la línea de la Tierra, la luna diga tu nombre, o los nombres que te dan tus amores.
La luna es mujer en casi todas las cosmogonías, salvo para los egipcios que tienen a Isis, la madre del mundo, el movimiento y la ciencia, y a Ibis, el contador del tiempo, un varón de mente calculadora. Para los maoríes, la luna también era un hombre, enamorado de una mujer casado con cuyo marido, Rona, la luna se revuelca en una densa batalla que a veces gana y a veces pierde. Es fácil darse cuenta, ahora que está llena es el momento del triunfo. El descanso llegará cuando la luna esté nueva, oculta para los ojos humanos. Es la madre de lo que crece, la que protege la fertilidad, la que indica que todo pasa y se recicla. Todo cambia, pero el mundo y la luna permanecen.
Los celtas aseguran que en el principio de los tiempos todas las mujeres menstruaban al mismo tiempo, cuando cambiaba la luna, cuando dejaba de vérsela para empezar otra vez al mes siguiente su crescendo de luz. Así como la luna regula los mares, también tenía que hacerlo con los líquidos del cuerpo, ordenando el ciclo de las mujeres que, de hecho, lleva el mismo tiempo que el de la luna: 28 días. Pero los hombres y las mujeres son desatentos con esa puerta abierta hacia el universo que es el cielo, dejaron de observarlo, buscaron sus propias reglas, y las mujeres perdieron el poder que les otorgaba estar de acuerdo con la naturaleza. Claro que aquellas que sigan teniendo su período en la última cola de la luna menguante, ésas serán brujas.
Ahí está entonces la luna, con su estela de poemas de amor, con sus tangos de locos, enredándose en el pelo de los enamorados, traicionando el sueño de quienes lloran por lo perdido. Nombrarla es empezar a hilvanar un relato, aunque no sea ese que inventa los dibujos de su cara. Ni siquiera Neil Armstrong con sus cuatro pasos sobre la superficie de mármol podrá quitar la magia, con la soez expresión de la conquista humana, podrá quitarle su velo de diosa blanca enamorada que cobija a los corazones sensibles. La luna es un satélite que gira alrededor de la Tierra utilizando siempre el mismo espacio de tiempo, dándonos siempre la misma cara. Pero nada le quitará esa magia que nos arranca del peso de los días y nos pone en contacto con lo fundamental con sólo contemplarla. Eso que cambia, pero a la vez permanece.