PLACER
› BODY PAINTING
Gracias al henna
El body painting es una técnica que permite hacer dibujos sobre la piel sin comprometerse con el mismo diseño de por vida, como exige el tatuaje. Se realiza con henna, una planta milenaria que alguna vez sirvió para adornar a las recién casadas y mantenerlas lejos de la cocina durante largo tiempo, tanto como durara el dibujo sobre la piel.
› Por Soledad Vallejos
Disponerse a disponer de ella como lo que es, parte de nuestros propios cuerpos y no una simple barrera, ni algo que poseemos con indiferencia y naturalidad. Es como asumir que esos casi 2 metros cuadrados de piel que nos conectan con el mundo también somos nosotros: es con ella que sentimos frío, aprehendemos las sensaciones, sucumbimos bajo las cosquillas de lo agradable y el escozor de lo indeseable. Si esa superficie también somos nosotros, cómo no pensar en marcarla conscientemente con las huellas del momento para, tal vez, recordar en un futuro lo que fuimos. O para mostrarle al otro que nos reconocemos como su igual. O para decirle que jamás fuimos, somos ni seremos su par. Simple ornamentación, mensajes tribales, gritos individuales, arte porque sí: devenida tela en un bastidor, sobre la piel pueden asentarse montones de historias efímeras para deslumbrar en una única imagen, como las del body painting, o de por vida, como las de los tatuajes que se asientan con aguja. Tal parece que todo comenzó, hace tanto como miles de años, con los rituales de decoración corporal como instrumento de distinciones sociales: dibujos identitarios, combinaciones de colores y diseños capaces de hacer la diferencia. También podía tratarse de gestos religiosos: una sesión de body painting (de factura tan esmerada como breve su lucimiento) convertía a su portador en representación de un espíritu (cuando no el espíritu mismo), lo protegía de todo peligro espiritual y hasta resultaba pieza indispensable en ritos de pasaje como casamientos y funerales. Pero hay algo levemente menos difundido y sospechado: lo que con el tiempo devino práctica más o menos habitual (cuanto menos, no secreta) en la sociedad de consumo debe gran parte de su historia al henna y su extraordinaria versatilidad.
Dice la leyenda que nueve mil años atrás las tribus semíticas descubrieron una planta capaz de aliviar males físicos y convertirse en colorante después de un proceso relativamente sencillo, que podía usarse sin peligros y con toda la delicadeza del mundo. La bautizaron “henna”, un sonido lingüísticamente relacionado con palabras como “ternura”, amor o afecto (algo que el mundo científico, siglos después, despreciaría para imponer una denominación bastante menos simpática: lawsonia inermis). Será por eso, entonces, que en Egipto podía tanto servir para el maquillaje femenino como para decorar las uñas de los muertos; o que distintas culturas del norte de Africa, Cercano Oriente y Asia la aplicaran con códigos propios en las manos, los pies y el cabello. El procedimiento era simple: las hojas más cercanas a la tierra se destinaban a fines medicinales; las superiores, esas que buscaban con más ansiedad el sol, resultaban perfectas para secarlas y obtener el polvo verde que, después de mezclado con aceites, dejaba un tinte entre anaranjado y colorado sobre la piel.
Con el tiempo, las tradiciones se estabilizaron. Mientras las mujeres suahilis se esmeraban en aplicar diseños florales, las bereberes habían establecido un complejo entramado de ornamentaciones geométricas y lineales, y las musulmanas debían conformarse con acatar la máximaislámica que prohíbe toda forma de arte figurativo; la India aprovechaba esa tintura natural para profundizar un arte social y fuertemente religioso: el mehndi. Hay quienes sospechan que el conocimiento sobre la planta había llegado alrededor del año mil después de Cristo, con la invasión de los persas, aunque también se dice que no fue sino hasta la llegada de aventureros imperiales del 1500. Pero lo cierto es que el uso se arraigaba lo suficiente como para ser una instancia fundamental de la vida grupal: el matrimonio.
En un mundo de casamientos arreglados, el momento de aplicación del henna, con sus doce extensas horas necesarias sólo para el secado (por no contar las, por lo menos, cuatro que lleva realizar los dibujos) podía convertirse fácilmente en ocasión para que los novios y sus familias estrecharan lazos. Algunos días antes de la ceremonia, las mujeres emparentadas con la novia comenzaban a ostentar diseños florales en manos y pies, teniendo el cuidado de reservar los más complicados para la futura casada y su madre. En ocasiones, la pareja que todavía no se conocía tenía la fortuna (o desdicha) de coincidir en la sesión ornamental y tener todas esas horas por delante para escuchar por primera vez la voz del otro. Y vaya si era tiempo para ver su cara mientras hablaban del futuro juntos. Pero, por lo general, la mujer debía estar solamente rodeada de sus allegadas esa noche previa a la boda en que sus manos y pies recibirían las caricias de pequeños pinceles; pacientemente sometida a dibujos delicados entre los que se colaba el nombre del novio (una manera lúdica de iniciar las relaciones sexuales de la pareja consistía, claro, en encontrarlo), la chica escuchaba cómo las demás mujeres cantaban y bailaban para ella. A la mañana, debía retirarse y cuidar que la pasta secara por completo antes de retirarla para observar su mehndi. Era un momento crucial: cuanto más cuidadoso había sido el proceso de secado, más perdurable y oscuro resultaría el diseño. Y cuanto más oscuro, indicaba la tradición, más iban a amarse marido y mujer. Pero claro que también había un motivo algo más pedestre para tanto esmero: mientras la recién casada tuviera el mehndi en sus manos, su suegra (en cuya casa se instalarían los recién casados) no tenía ningún derecho a reclamarle que ayudara en las tareas domésticas. No era poca, digamos, la responsabilidad del henna.
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