Lun 25.11.2002

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Reloj, no marques las horas

Por Begoña de Régil Arteaga *

El reloj de pared siempre regalaba campanadas lentas. Marcaba el latido de mi casa y no siendo exagerado su tictac, su presencia se hacía evidente; tocaba a las horas en punto y a la media, una sola campanada. Recuerdo el fastidio que suponía para mis hermanos y para mí, cuando en el final de una película se empeñaba en anunciar que eran las once o las doce; la letanía te escatimaba las palabras del protagonista en el momento cumbre de la película, o al menos eso sentía. Ahora ya sé que casi nunca las palabras son, en sí, fundamentales.
Mi padre cumplía la ceremonia de darle cuerda todas las tardes, siempre a las siete, lo cuidaba como un tesoro, casi una obsesión, como si eso le permitiera autorizar y administrar el paso del tiempo, el orden de las cosas. Cuando él faltó, esa ceremonia se disolvió entre los demás, y a veces se quedaba parado entre el olvido de todos de darle cuerda. Cuando los demás se fueron de la casa o de la vida y me quedé sola, me convencí de que el reloj padecía una inexistente avería: estaba oficialmente roto. Allí siguió, testigo ya mudo, ocupando su lugar de siempre.
Cuando Pepe llegó a mi vida y a mi casa, un día en que me ausenté y por sorpresa me regaló su reparación. Yo no la había pedido, estaba de acuerdo con nuestro silencio cómplice. De pronto el reloj volvía a latir, en realidad nunca había estado roto, solo y si acaso, algo sucio. Marcaba de nuevo las horas, estallaban las campanadas, volvió a anunciarse; me asistió y acompañó, por ejemplo, al cálculo de las contracciones en los partos de mis hijos. Y sin embargo volvió a pararse, no inmediatamente, no sé cuándo realmente, pero después volvió a detenerse, no bastaron mis manos para alimentarlo. Volvieron las ausencias y las presencias nuevas, pero él sigue detenido, quizás porque al fin sintió en sus engranajes que no quiero creer en el orden natural de las cosas y se resiste a contradecirme, como si él también al fin asintiera conmigo en que el tiempo no existe, que nuestro orden interno es caótico y la existencia de los relojes sólo disimula nuestro afán por controlar la vida. Y así, en su evidencia de silencio, me acompaña más que nunca en mi avance, me deja ir así, tal como voy, entre un ritmo íntimo de cadencias rituales y períodos asincrónicos de partituras imposibles.

* Lectora, desde Madrid.

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