PLACER
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Morirse de risa
Un cuento del norteamericano Stephen Dobyns indaga en los diferentes tipos de risa posible, y a través de un relato disparatado hunde a sus lectores en el tema de la carcajada existencial.
› Por Sandra Russo
–¿Dirías tú que seriedad y miedo están relacionados?
–Yo creo que la seriedad está influida por el miedo –dijo Harriet, y pensó en la seriedad de su marido y en cómo éste la exhibía cual si se tratara de una prenda. Su risa, por lo general, había sido una risa irónica o sarcástica o prepotente; una risa siempre crítica y, por ende, seria. ¿Era posible reír sin pretender establecer juicio alguno? La vida de Jason Plover había sido un edificio construido para demostrar la solemnidad de su empeño. Pobre Jason, muerto por caída de cerdo: su fin había desbaratado todas las premisas de su vida.
Claro que todo el mundo, por más serio que sea, alguna vez se ríe. Pero este personaje del norteamericano Stephen Dobyns, Harriet, está preguntándose, en este momento crítico de su vida, si cualquier manera de reírse, si cualquier tipo de risa es, por decirlo de alguna manera, útil o positiva. Se pregunta, en pleno duelo, si la risa sirve, y para qué. El cuento en el que habita Harriet se llama Un gozoso vacío, y pertenece al fabuloso libro Comiendo desnudos, en el que Dobyns ensaya una cantidad considerable de situaciones absolutamente ridículas en las que los personajes, desbordados, no pueden evitar que les sobrevenga cierta naturaleza escondida y reprimida en circunstancias “normales”.
El marido de Harriet, el tal Jason Plover, había sido poeta consagrado. Seis libros publicados y uno en camino de edición. Un catedrático vestido con trajes de tweed, cejas gruesas y expresivas, lenguaje cuidado, conciencia clara de su propia categoría de visionario o ser ligeramente superior. Jason Plover había sido un hombre puntual: camino a un almuerzo de trabajo con su editora, pasó un semáforo en rojo. Del otro lado de la calle no venía ningún auto, pero del cielo venía un cerdo. Un helicóptero lo transportaba hacia la filmación de un comercial. Aunque dopado, el cerdo se había despertado en pleno vuelo y había decidido saltar. Sus doscientos setenta kilos hicieron blanco perfecto sobre el auto de Jason Plover, quien murió en el acto, literalmente despanzurrado.
Si la víctima fatal del chancho hubiera sido un empleado bancario, un entrenador deportivo o un viajante de comercio, probablemente el suceso habría quedado acotado a la mala suerte y al aura –por cierto– bastante risible de la situación. Pero al ser Jason Plover un poeta conocido por su excesiva solemnidad, semejante muerte se inscribió en los anales del ridículo, y con ese ridículo hubieron de batallar sus hijos y su viuda, entrando en ciertas crisis que superaron con creces los dolores del duelo.
Agobiados por la prensa –el Boston Herald había titulado “Poeta pulverizado por la caída de un cebón”–, por los editores que querían a toda costa publicar un poema de juventud de Jason Plover titulado a la sazón “El cerdo y yo”, por los colegas que no podían refrenar las carcajadas que les despertaba la imagen del serio de Jason Plover aplastado por la lluvia unipersonal del marrano, los hijos del poeta decidieron mudarse y cambiar de apellido, y la viuda dejó su cargo en la universidad y se dedicó a cuidar ancianos en fase terminal en un asilo.
Es ahí, en el asilo, dialogando con un médico, que Harriet se hace esa pregunta sobre la risa. Y descubre, azorada, que lo que supuso un matrimonio feliz no lo era, y que la seriedad de Jason Plover, post-mortem, le resultaba insufrible. Las risas cínicas, prepotentes, ácidas, críticas, sarcásticas –si pensamos un poco, seguro que ubicamos esas risas en personas que conocemos perfectamente o acaso en nosotros mismos– hacen lo que dice Harriet: establecen un juicio de valor. Hasta es posible que, de tan empapados que estamos en esas particulares nociones de la risa, no se nos ocurra otra manera de reír.
“¿Era posible reír sin pretender establecer juicio alguno?” Vaya pregunta la de Harriet, y a través suyo la de Dobyns. Esa sería una risa liberadora, recuperadora del placer físico y mental del acto humano de reír.
En el asilo, un día Harriet –que mantiene su viudez en secreto– le pregunta a un anciano de noventa y cinco años qué es lo más gracioso que ha escuchado en su vida. Y el anciano le dice que lo más ridículo que ha escuchado es una historia sobre un poeta que murió en Boston aplastado por un chancho. Un poeta que se hizo famoso por haber muerto tan ridículamente. Y el anciano agrega que envidia esa manera de morir. “Quiero decir, que a mí me toca morirme aquí, en esta puñetera cama. ¿Por qué no ha podido matarme un cerdo caído del cielo?”, se lamenta el anciano. Y al escucharlo, Harriet vuelve a ver a Jason Plover cruzando el semáforo en rojo para no llegar tarde a su almuerzo de trabajo, e imagina el estallido del cerdo cayendo sobre el auto y, sin saber por qué, empieza a reír, a reír sin parar, pero, dice Dobyns, no con una carcajada histérica ni con una carcajada nerviosa sino con la extraña y maravillosa carcajada de quien ha logrado derrocar su propia solemnidad. Con esa risa por la que ella se había estado preguntando, una risa que no viene del temor ni de la inseguridad ni del bochorno sino que –todo lo contrario– logra vaciarla de temor, de inseguridad y de bochorno. Un tipo de risa que interrumpe todo lo demás, parecida a un orgasmo. Una risa que, como el orgasmo, también suspende el tiempo y al suspenderlo es la “pequeña muerte” que borra a la verdadera.